Humor con mayúsculas
RBA publica 'La ley de Herodes y otros cuentos', el único libro de relatos de Jorge Ibargüengoitia, que alternó la autoparodia con una crítica demoledora a las autoridades de cualquier signo
Menos leído en España que en el ámbito latinoamericano, del que tanto nos queda por conocer, el escritor y periodista mexicano Jorge Ibargüengoitia es uno de los grandes ironistas contemporáneos de la lengua castellana. Ácido retratista de costumbres, intérprete crítico de la sociedad y la historia de su país y narrador en permanente estado de gracia, el autor de Guanajuato cultivó la sátira de modo magistral, tanto en sus relatos y novelas como en sus crónicas, algunas de las cuales fueron recogidas por Juan Villoro en Revolución en el jardín (Reino de Redonda). Enemigo de la solemnidad, Ibargüengoitia fue un espíritu irreverente que descreía de los discursos ampulosos, las figuras consagradas, los valores supuestamente nacionales o la ortodoxia en materia de ideología. Su mirada burlona aportó un soplo de aire fresco en unos tiempos -desde mediados de siglo hasta los primeros ochenta- en los que predominaban los escritores politizados y las proclamas grandilocuentes, frente a los que Ibargüengoitia -que murió prematuramente cuando el avión en el que viajaba a Colombia se estrelló cerca de Barajas- apostó por una lucidez fiera, desmitificadora, libre de peajes o adhesiones incondicionales. El humor fue su instrumento, al servicio de una visión escéptica de la condición humana que de hecho conllevaba una impugnación de la realidad, concebida al margen de consignas, propósitos redentores o cualquier forma de autocomplacencia.
En los últimos años, RBA ha publicado la serie de novelas dedicadas al estado imaginario de Plan de Abajo (trasunto de Guanajuato), formada por Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de López (1982). Ahora da a conocer el único libro de relatos de Ibargüengoitia, La ley de Herodes (1967), una excelente colección que bien podría proponerse, del mismo modo que el citado volumen de crónicas, como puerta de entrada a su obra, a su mundo. Narrados en una primera persona que en varios momentos se identifica expresamente con el autor, los once relatos incluidos en La ley de Herodes -"o te chingas o te jodes", de acuerdo con el popular dicho mexicano- son en efecto una buena muestra del talento narrativo de Ibargüengoitia, de su corrosivo sentido del humor y de su facilidad para trazar caricaturas memorables. Partiendo de episodios más o menos autobiográficos, la voz narradora -que confiere unidad al conjunto, aunque se trate de piezas aisladas- evoca diversas historias que oscilan entre lo chusco y lo ridículo, entre la comicidad y el esperpento. Basados en anécdotas mínimas pero rebosantes de perpleja humanidad, los relatos tienen que ver con fracasos personales, económicos o sentimentales, contados de un modo que alterna la autoparodia con una crítica demoledora a las autoridades de cualquier signo.
La frustrada dedicación al oficio de guionista (El episodio cinematográfico), la humillación sufrida a manos -dos dedos de una mano, para ser exactos- de un médico yanqui encargado de certificar la buena salud de los becarios inmigrantes (La ley de Herodes), el no consumado intento de adulterio con una casada medio reticente (La mujer que no), la apasionada relación con una robusta norteamericana poseída por el ritmo (What became of Pampa Hash?), el fraude inmobiliario perpetrado por especuladores criptojesuitas (Manos muertas), los hurtos y engaños cometidos por una pintoresca cuadrilla de vagabundos o buscavidas (Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos), los apuros padecidos a cuenta de las maquinaciones de una prestamista (Mis embargos), el extraño no noviazgo con una mujer desconcertante (La vela perpetua), las dificultades de un agente de la CIA para captar intelectuales latinoamericanos (Conversaciones con Bloomsbury), las tumultuosas jornadas de una reunión internacional de adeptos al escultismo (Falta de espíritu scout), el recuento de otra relación exasperante que acaba igualmente en nada (¿Quién se lleva a Blanca?). Tales son las situaciones planteadas por Ibargüengoitia, que se ríe de los deseos sexuales insatisfechos, de la pretenciosidad de los ambientes literarios, de la hipocresía de los beatos, de las trapacerías de los menesterosos o de la arrogancia de quienes ejercen el poder.
Frente a las novelas mencionadas, estos relatos breves, condensados, repletos de ingenio y detalles hilarantes, pueden parecer obras menores, pero no lo son en absoluto. Hay en ellos una forma de ver y de contar que sorprende por su mordacidad, por su falta de prejuicios, por su sabio desdén de lo que entonces aún no se llamaba corrección política. Más que los argumentos, importa la agilidad de una prosa deliciosamente ligera pero a la vez muy elaborada, que por su ejemplar economía de medios parece más deudora de la tradición anglosajona que de la española o hispanoamericana, aunque el desenfado del narrador remite asimismo a la picaresca. Dicen que a Ibargüengoitia le molestaba que lo consideraran un escritor humorístico, pero cuando hablamos de humor con mayúsculas -valga el ejemplo de Waugh, a quien el mexicano leyó con provecho- el calificativo no tiene una connotación peyorativa o reductora. En tales casos nos estamos refiriendo no a una etiqueta meramente descriptiva, sino a una de las provincias de la gran literatura.
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