variaciones de la pérdida
De libros
Duomo publica los nuevos relatos de Aleksandar Hemon, un autor entregado a una permanente y conmovedora reelaboración, a la vez triste y luminosa, de su memoria de hombre escindido y desplazado
En muchos sentidos -todos los que importan-, Aleksandar Hemon es uno de esos escritores que escribe siempre el mismo libro. Dado que no es necesario explicar por qué esto no representa ningún problema, sino de hecho justo lo contrario, diremos que los suyos son sensacionales: cálidos, emocionantes, elegíacos, agridulces y profundamente vitalistas, "libros tristes para gente con sentido del humor", los definió una vez él mismo, o bien "libros divertidos para personas tristes". Con una voz clara, limpia y concisa, que cuenta -y cuenta sin cesar- en un tono deliberada y supuestamente menor por la sencillez y la naturalidad con la que su prosa fluye como si fuera fácil, como si jamás hubiera tenido que esforzarse para contarlo así, Hemon lleva años reconstruyendo libro a libro todo lo que perdió y sin embargo le constituye, intentando no tanto comprender por qué "todo lo que una vez había conocido y amado saltó por los aires", como exorcizarlo; asimilarlo al menos.
Eso hizo en La cuestión de Bruno y El hombre de ninguna parte, editados en su día por Anagrama, y eso también en El proyecto Lázaro y Amor y obstáculos, publicados por Duomo, como ahora este Libro de mis vidas. En los cinco el escritor recompone los trozos de un espejo roto en el que le gustaría volver a mirarse, pero al espejo siempre le falta un pedazo, uno o varios, y no acaba de concederle un reflejo tranquilizador. Hemon, de padre ucraniano y madre serbia, bosnio él, viajó desde su Sarajevo natal a Chicago con una beca para perfeccionar su inglés. Era 1992. Cuando se fue, la inminencia de la guerra era como electricidad estática flotando sobre sus calles: "Nos había alcanzado y ya sólo quedaba esperar a ver quién viviría, quién mataría y quién moriría". Semanas después empezó el pavoroso cerco de la ciudad y él ya no volvió; se quedó en Estados Unidos, en un limbo en el que se ha acostumbrado a vivir, pero del que existencialmente aún hoy no ha podido escapar. Más tarde, sus padres y su hermana huyeron a Canadá después de tomar literalmente el último tren que en los siguientes diez años logró traspasar los límites de Sarajevo.
Aunque sus obras están hechas todas del mismo material que su memoria personal, íntima, intransferible, El libro de mis vidas es la más autobiográfica, la más transparente, dada su condición explícita de memoirs. Entre sus libros hay conexiones, pasadizos, piezas del puzzle que aparecen unas veces aquí y otras allá, con este nombre o aquel, ecos que en su familiaridad multiplican la densidad humana y el impacto de su conmovedor decir: éste soy/éste fui. Pero aquí no hay ya reelaboración ficcional; sí de los recuerdos, inevitablemente, pero no fabulación en sentido estricto. Es también, quizá, de las suyas, la que más se resiente -debido al origen de sus textos, publicados originariamente como relatos independientes en The New Yorker, Granta, The New York Times o McSweeney's- de cierta irregularidad, y de algunas reiteraciones que a diferencia de otras ocasiones no resultan armónicas, como rimas inesperadas o leitmotivs, sino involuntarias o sólo parcialmente atenuadas.
Es, sin embargo, un pero levísimo, porque por lo demás el volumen contiene todos los elementos que hacen que sus narraciones sean tan absorbentes, amargas pero divertidas (o viceversa). Uno de ellos, fundamental, es la condenada habilidad del escritor para graduar el registro y la temperatura de su humor, desde lo hilarante y hasta crápula (más presente en El proyecto Lázaro), hasta la media sonrisa melancólica (predominante en este nuevo libro del que hablamos), pasando siempre, da igual qué título sea -y sin dejar nunca de regalar uno o varios memorables chistes metafísicos de la bosniedad-, por una tristeza honda y pura pero sin aspavientos porque estos no caben ante lo verdaderamente irreparable.
El libro de mis vidas va oscureciéndose conforme avanzan las páginas, hasta el sobrecogedor clímax de El acuario, relato final donde el autor cuenta la historia de la muerte de su hija Isabel -"que siempre respirará en mi pecho", reza la dedicatoria del libro-, una niña de menos de un año devorada por un cáncer rarísimo y de especial ferocidad. Antes de llegar a ese punto Hemon se ha detenido, por ejemplo, como acostumbra, en algunas evocaciones de su infancia y de su adolescencia y su juventud culturetas y gamberras, admirables en su capacidad para insuflar una ternura vívida y perpleja, inasequible a la tontería sentimentaloide, y para (re)observarse a sí mismo a la luz de una fina self-deprecation. También ha pasado por su vida de flaneur impenitente en sus primeros años en Chicago, una ciudad que a pesar de la alienación de los trabajos de mierda hizo suya a su manera, desamparadamente, aunque amarla sea "como amar a una mujer con la nariz rota".
Hemon ha sido comparado con frecuencia con Nabokov por un mero automatismo perezoso debido a su condición de autor que construye su obra en inglés, en un segundo idioma adoptado tardíamente, en la edad adulta. En realidad no tienen nada que ver, como tampoco se parece el bosnio-americano a Orhan Pamuk, con el que se le ha relacionado también. Aunque esta última asociación es más comprensible por una semejanza relevante: lo que el turco ha hecho con Estambul, Hemon lo hace -pero de otra manera- con Sarajevo. Ciudad de la que nunca deseó irse, espacio sagrado, estado de ánimo, motor y alma vibrante de sus relatos, todo a la vez, en ella transcurren los momentos más memorables de su narrativa.
Una de las piezas más turbadoras de esta colección, de hecho titulada El libro de mi vida y rematada con un final brusco y seco, desbordado de "cólera impotente", trata de Nikola Keljevic, que "tenía los dedos largos y delgados, dedos de pianista", y fue su profesor en la universidad. Ese señor carismático, increíblemente culto y amabilísimo, que citaba largos párrafos de Shakespeare de memoria, que debatía durante horas sobre las bondades del New Criticism y adoraba los inmortales ensayos de Montaigne, ese hombre al que él quiso y admiró, acabó siendo un estrecho colaborador de Radovan Karadzic; podía vérsele con frecuencia en un discreto segundo plano en las ruedas de prensa de éste, a veces hablando él mismo con los reporteros extranjeros, burlándose en un perfecto inglés de lord de las insinuaciones sobre la existencia de campos de prisioneros, o negando los abusos sexuales en masa perpetrados por las milicias serbobosnias. Todo lo cual veía Hemon ya en Chicago en su televisor, luchando por rastrear los primeros momentos en que pudo haber advertido sus tendencias genocidas. "Atormentado por la culpa -escribe-, repasaba en la memoria sus clases, las conversaciones que habíamos sostenido, como si escarbara entre las cenizas, las cenizas de mi biblioteca". Hacia el final de la guerra, el viejo profesor perdió el favor de Karadzic y fue expulsado de las esferas del poder. Y en 1997 -cuenta el escritor- "se voló los shakespearianos sesos": "Tuvo que dispararse dos veces. Al parecer, su dedo largo de pianista tembló al apretar el rígido gatillo".
Conviene no suscitar equívocos. Sus libros no son crónicas del horror de la guerra, otras más, aunque de manera íntima contengan su onda expansiva. Como expone ya de forma definitivamente clara este último título, hasta ahora Aleksandar Hemon no ha hecho otra cosa que contar su vida, que está hecha en proporciones deslizantes de la presente y de la que saltó por los aires, de su vida que es dura y confusa, que habla del coraje y la dignidad, del poder catártico de las palabras y del sentido del humor como refutación del absurdo de este mundo bárbaro e indiferente. Poco no es.
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