Las osadías de José Guerrero
Granada celebra el centenario del artista con una exposición que recoge desde sus primeras obras abstractas hasta su regreso a España en los 60
Su localización es ya un valor añadido de esta muestra que, con motivo de los cien años de su nacimiento, rinde homenaje a José Guerrero. Los ordenados espacios del Centro de Arte que lleva su nombre culminan en la balconada abierta sobre la Capilla Real y la Catedral de Granada, mientras que arriba, en La Alhambra, en el Palacio de Carlos V, los firmes muros de la capilla de planta octogonal acogen otra parte de su obra. Abarca ésta 16 años de su trabajo: desde las primeras obras abstractas, fechadas en 1950, hasta las que hizo en España a su regreso en 1966. Todas se han reunido bajo el título de la muestra que significó su reconocimiento, The Presence of Black, celebrada en 1958 en una galería, la de Betty Parsons, espacio señero de la Escuela de Nueva York: allí habían colgado sus obras Jackson Pollock, Mark Rothko, Clyfford Still o Barnett Newman.
La anécdota es conocida: Guerrero, alumno entonces de la Escuela de Arte y Oficios, preguntó a García Lorca dónde seguir su formación. La respuesta fue inmediata: debía marcharse fuera, no de Granada sino de España. No sé si pesó en él tal recomendación. Lo cierto es que, apenas acabada la Guerra Civil, Guerrero se establece en Madrid, donde cursa Bellas Artes en la Escuela Superior de San Fernando y poco después logra una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores francés. En París conoce a una periodista estadounidense, Roxane Whittier Pollock, con la que se casa y con la que viaja por Italia. Si París marcó el tiempo del encuentro cara a cara con las vanguardias artísticas, ya clásicas (Picasso, Matisse, Klee, Miró...), que impulsan su convicción de modernidad, tal visión cambia radicalmente al llegar a Nueva York en 1949. En plena época del traspaso de poderes en eso que llaman capitalidad artística mundial, Guerrero, deslumbrado y desconcertado por los estallidos de Pollock, comienza a estudiar la abstracción neoyorquina y el trabajo de los muralistas mexicanos.
Ambas influencias se entrecruzan en los que Guerrero llamaba frescos portátiles (algunos se exhiben en la muestra), obras hechas sobre materiales de construcción. Paralelamente van desapareciendo de sus trabajos las referencias figurativas a las que sustituyen formas de corte biomórfico que recuerdan a las de pintores como Gottlieb o Baziotes. De este momento, los primeros años 50, son obras como Signo, Ascendentes o Black Cries. En su mayoría se exponen en el Palacio de Carlos V y hacen pensar en la etapa en la que los pintores de Nueva York rastrean (con la evidente huella de Miró) las formas de las culturas arcaicas americanas, lo que les lleva a presentarse como Mythmakers, hacedores de mitos.
Un espléndido cuadro, Signs and Portents, fechada en 1956 y perteneciente a la colección del Museo Guggenheim, marca nuevas exploraciones. Las formas se liberan y escapan de límites precisos y guardan la huella del gesto del pintor, mientras el color adquiere un protagonismo que sorprende por su audacia y frescura. Burning Earth, Presencia del negro con amarillo o Blue Variations (que pueden verse en el Centro José Guerrero) marcan esa etapa de madurez en la que al artista granadino lo consideran ya un miembro de la Escuela de Nueva York, aunque con notable independencia dentro del grupo. Algunas de estas obras entraron en le muestra de 1958, en la sala de Betty Parsons, pero el impulso va más allá de esta fecha, como puede verse en el excelente Black Ascending, fechado en los primeros años 60.
Más tarde hay mayor sensualidad y una suerte de ejercicio de la memoria. Mientras los campos de color ganan tamaño, los títulos apuntan a parajes y referencias andaluzas: Albaicín, Sacromonte, Grey Sorcery y Andalucía aparición. Trabajos que preceden a su regreso a España en 1966 donde va a vivir entre Frigiliana (una casa de campo cerca de la que edificaría después Bernard Rudofsky) y Madrid. Las frecuentes visitas a Víznar, donde García Lorca fue asesinado, sedimentan en una serie y un gran cuadro, La brecha de Víznar, fechado en 1966 y cierre quizá de la exposición.
Un cuidado catálogo completa esta importante muestra. Además de diversos ensayos y una sustancial biografía del pintor, el lector encontrará amplia documentación que cubre más de un centenar de páginas. La exposición, cuya selección ha exigido el traslado de muchas obras desde muy diversos lugares, viajará después a la Casa de las Alhajas, en Madrid, y a la Fundación Suñol en Barcelona. En Granada posee, sin embargo, el aura del regreso de quien supo romper amarras y, siguiendo el casi legendario consejo de Lorca, se empeñó en rastrear nuevos horizontes y responder a los retos que allí se le plantearon.
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