La guitarra que trasciende
Repertorio: Antonio Vivaldi, Sonata RV. 46; Juan Sebastián Bach, Pastoral, Aria; François Couperin, Les silvains, Les barricades misterieuses, Les tours de passe passe; Francisco Tárrega, Paquito, Sueño, Las dos hermanitas, Alborada; Dionisio Aguado, Adagio et Polonaise; Steve Goss, El llanto de los sueños; Isaac Albéniz, Zambra granadina, Torre Bermeja. Fecha: martes 7 de julio. Lugar: Sala Orive. Lleno.
Comenzar un recital de guitarra con seis obras originalmente escritas para violonchelo y bajo continuo (la sonata de Vivaldi), órgano (la pastoral de Bach), orquesta de cuerda (el aria) o clavecín (las tres piezas de Couperin) y abordar dichas transcripciones partiendo directamente de las fuentes e intentando una fidelidad máxima a la música, dice mucho de la personalidad musical de David Russell (1953).
Ya desde la sonata de Vivaldi (la única pieza del recital que, si bien magníficamente tocada, no llegó al cum laude que merecieron todas y cada una de las demás) se mostraba esa característica de las transcripciones del escocés: nada de simplificaciones idiomáticas, nada de caminos fáciles: que toda la música entre en las seis cuerdas de la guitarra. Por eso, sus versiones de las encantadoras piezas de Couperin (uno de los momentos cumbre de la noche) no parten de las varias transcripciones antiguas y modernas para cuerda pulsada, sino de los originales para clave; y están realizadas desde esa filosofía apuntada más arriba: primero la música y después la música. Y David Russell no suele transcribir obras fáciles. Si repasamos su discografía, encontramos desde versiones de piezas para flauta sola (la célebre Partita de Bach) hasta orquestales, como el Aria de la Suite n. 3, obra inmortal de Bach que arrancó el martes uno de los aplausos más largos de la noche. Imagino que esta originalidad en el repertorio fue sentida como una agradable bocanada de aire fresco por los muchos músicos de guitarra que formaban el auditorio. Y aseguro que fue un regalo para el público no guitarrista. Pero había más; al menos, dos regalos más.
La guitarra es un instrumento con una personalidad enorme y su técnica parece generar toda una serie de clichés estilísticos que han ido retroalimentándose y dando lugar a una forma de tocar e incluso de escribir para ella. No es éste el sitio de discutir esos clichés, ese conjunto de cualidades y defectos muy marcados que solemos llamar personalidad. Lo que quiero destacar es que la técnica que exhibe Russell y el estilo que se asienta en ella parecen trascender el mundo de la guitarra, parecen provenir incluso de otros referentes: sus trémolos son y no son los trémolos habituales, su forma de insertar los armónicos con asombrosa naturalidad (sin ese "atención, que llegan los armónicos"), su fraseo al margen del mástil, sus trinos… son únicos. También los colores sutiles de los timbres, si bien éstos se vieron algo perjudicados por la desacertada idea de amplificar el instrumento. Con esta técnica generadora de estilo, también los autores más habituales en los conciertos de guitarra (Tárrega, Aguado…) sonaron de una manera absolutamente nueva.
Junto a las sorpresas del repertorio y el estilo interpretativo, brilló, como tercera cualidad del recital, el eficaz sentido del espectáculo que tiene Russell. También este aspecto nos ayudó a casi olvidar las incómodas sillas de la Sala Orive (otra cosa que habría que mejorar) y a sentir que vivíamos una velada inolvidable. El dominio de la escena se manifestó no sólo en la elección de las tres acertadas propinas, sino también en los bien dosificados comentarios, que incluyeron la lectura del poema de Lorca que sirve de inspiración a la obra más moderna del recital: El llanto de los sueños de Steve Goss (1964). "Negro/ aljibe de madera" escribe el poeta en ese poema lleno de llantos, suspiros y sollozos. Alto al tópico. El aljibe, ahora lo sé, puede también llenarse de luces y colores.
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