Leer y escribir después de Beckett

Literatura La influencia de un creador genial

Hoy se cumplen 20 años de la muerte del autor de 'Esperando a Godot', cuya semilla sembrada en la novela, el teatro y la poesía, difícil y radical como pocas, continúa dando frutos y abriendo puertas

Samuel Beckett, punto final del canon occidental para Harold Bloom.
Samuel Beckett, punto final del canon occidental para Harold Bloom.
Pablo Bujalance

22 de diciembre 2009 - 05:00

Harold Bloom cerró su Canon occidental, cuya cima ostenta William Shakespeare, en Samuel Beckett. Y no fue una decisión baladí; el irlandés representa para todos los escritores que vinieron después algo parecido a lo que Picasso simboliza en la pintura: un punto final, el término decisivo de un paradigma, la necesidad de plegar velas y volver a interpretarlo todo. Volver a nombrar todo. Resulta ciertamente ridículo pretender escribir algo nuevo o diferente después de Molloy: la única opción digna es la que ejercieron los renacentistas mediante la imitatio de sus referentes grecorromanos. Tal vez así, copiando, plagiando, como quería Borges, sea posible encontrar un camino. La cuestión es que hoy, 22 de diciembre, se cumplen 20 años de la muerte de Beckett, que nació en 1906 en Dublín y ganó el Premio Nobel (que no recogió) hace precisamente 40 años. Una excusa como otra cualquiera para recordar al último clásico, uno de los (al menos) cinco mejores escritores del siglo pasado y piedra de toque para autores y lectores.

La mejor manera de recordarlo, no obstante, es intentar comprender la influencia de su obra en la actualidad. Y, como ocurre con Bertolt Brecht, no es tanto su obra lo que le garantizó la proyección en la posteridad, sino lo que pretendió. Él mismo lo explicó en una sorprendente declaración de intenciones estéticas en su Carta alemana, que envió en 1937 a su amigo Axel Kaun y que tradujo al castellano en 2004 Miguel Martínez-Lage: "Esperemos que llegue el día en que la lengua se utilice con la máxima eficacia allí donde con mayor eficacia se inutiliza. Como no es posible eliminar la lengua de golpe y porrazo, al menos será preciso no dejar cabos sueltos que puedan propiciar su caída en descrédito. Abrir en ella un agujero tras otro hasta que lo que acecha detrás, sea algo, sea nada, comience a rezumar y a filtrarse". En sus primeras obras, desde el poema Whoroscope (de 1930, que Jenaro Talens tradujo como Horóscoño) hasta su novela Murphy (1938), la influencia de James Joyce, a quien conoció en París y en cuyo Finnegans wake participó a modo de secretario, junto a un equipo de colaboradores, fue decisiva. Sin embargo, todo cambió tras la Segunda Guerra Mundial, en la que había colaborado con la resistencia francesa frente a la ocupación nazi (se hizo popular su sentencia "prefiero París en guerra que Dublín en paz"), hasta el punto de que en 1945 realizó la siguiente confesión a su biógrafo James Knowlson: "Comprendí que Joyce había llegado tan lejos como pudo en la dirección de un mayor conocimiento y del control de ese aluvión de material. Siempre añadía cosas: no hay más que fijarse en las pruebas constantes que da de ello. Yo comprendí que mi camino, al contrario, era el empobrecimiento, la renuncia y emancipación del conocimiento; era restar más que sumar."

El escritor checo Milan Kundera se pregunta en su último libro publicado en España, Un encuentro, si esta determinación no supuso, en gran medida, un cierto tipo de suicidio por el que Beckett sacrificó su obra en beneficio de una depuración tan radical. El primer paso fue la adopción del francés en detrimento del inglés como lengua vehicular, decisión que, según el propio Beckett, le hacía más fácil "escribir sin estilo". Entre 1951 y 1953, en un memorable retiro de dos años, Beckett escribió sus obras maestras: la pieza de teatro Esperando a Godot y las novelas Molloy, Malone muere y El innombrable, todas en francés. Posteriormente, sin embargo, alternaría el francés y el inglés para sus poemas, novelas, obras teatrales, guiones de cine y televisión, relatos y sentencias. La extirpación lingüística a la que sometió a sus obras confirió a éstas una dificultad notable, lo que le ocasionó enormes problemas para publicarlas. El mismo Beckett que a los 25 años había sido descrito por la crítica como "el escritor irlandés más brillante y prometedor de su generación", a los 46 era todavía un escritor prácticamente inédito que compartía techo con su madre y mal vivía de esporádicas traducciones. Esperando a Godot significó su primer éxito, aunque, paradójicamente, él nunca se consideró un autor de teatro (género que abordó por primera vez en 1940 con Eleutheria), sino un escritor de novelas que recurría al drama de vez en cuando para oxigenarse. Tanto en sus novelas como en sus piezas teatrales, sus personajes siguen la inspiración de Belacqua, el perezoso de la Divina Comedia de Dante que habita el Purgatorio y se limita a esperar sentado, sin mover un músculo para acceder al Cielo, ya que considera inútil toda empresa al respecto y deja la decisión última al Creador: en el límite de la naturaleza humana, las personas de Beckett están despojadas de acción e intención, sólo esperan de pie o empotrados en sus contenedores de basura, incompletas siempre: no hay un solo personaje de Beckett que no presente una minusvalía física.

Con semejante legado resulta previsible que, como ocurrió con Shakespeare, harán falta bastante más de veinte años para que lo que el irlandés extrajo a la luz prenda de manera efectiva. El mayor interés hacia su obra ha venido desde la escena, y así se mantiene, especialmente desde que sus obras dejaran de ser consideradas exponentes del teatro del absurdo (llegó a ser considerado el gran representante de esta vertiente junto a Ionesco), error que se prolongó durante demasiados años, para comenzar a ser apreciadas como experiencias cercanas al existencialismo y al nihilismo. En España, el Centro Dramático Nacional estrenará en unos meses un nuevo montaje de Final de partida (1957) con José Luis Gómez, mientras que la reciente Premio Nacional de Teatro, Vicky Peña, mantiene en repertorio su aplaudida lectura de Días felices (1960). Incluso en Málaga, este mismo año, el director escénico noruego Erik Meling estrenó otro Final de partida para el Centro de Arte de Mollina. En cuanto a la edición de sus obras, todavía resulta difícil hacerse con versiones en castellano de libros más allá de la publicación de Molloy, Malone muere y El innombrable en Alianza (de bolsillo), Compañía en Anagrama, Días felices en Cátedra y el resto de su producción teatral y sus relatos en Tusquets. Por eso, es digna de alabar la empresa de la pequeña editorial segoviana La Uña Rota, que ha rescatado en su catálogo textos como la citada Carta alemana, Deseos del hombre, La capital de las ruinas y A vueltas quietas, en tiradas limitadas pero de hermosa factura. Beckett, de cualquier forma, vivirá: es justo y necesario.

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