La historia interminable

Letras Ensayo histórico y sociológico

Paidós celebra sus 65 años con el lanzamiento, entre otros títulos, de 'Una historia de la violencia' de Robert Muchembled, una obra que apunta ideas sugerentes

El furor sanguinario, inhibido en el ciudadano, se estimula en el soldado que ha de sacrificarse por la patria.
El furor sanguinario, inhibido en el ciudadano, se estimula en el soldado que ha de sacrificarse por la patria.
José Abad

30 de noviembre 2010 - 05:00

La violencia nos rodea desde siempre, pero no siempre se ha tenido idéntica percepción de la misma. De hecho, no recibiría este nombre hasta fechas relativamente recientes: "La palabra violencia -recuerda Robert Muchembled- aparece a principios del siglo XIII; deriva del latín vis, que significa fuerza, vigor, y caracteriza a un ser humano de carácter iracundo y brutal"; es decir, el término se habría acuñado para describir las expresiones más funestas de dicho vigor. En Una historia de la violencia, Muchembled analiza la cotización sociocultural de este fenómeno en los últimos siete siglos, entre el estertor de la Edad Media y los primeros balbuceos del tercer milenio, a lo largo de los años y a lo ancho del mundo, aunque haciendo hincapié en el caso francés. Para este historiador galo, la violencia habría conocido un paulatino descrédito hasta el último cambio de centuria; en lo que llevamos de siglo XXI, sin embargo, estaría resurgiendo en sus formas más aviesas.

Unos datos previos fijan las líneas de investigación. La violencia desatada, esa rabia sensible de transformarse en fechoría, "registra algunas constantes dignas de estudio en cuanto al sexo y la edad -apunta Muchembled-. Afecta muy poco a las mujeres, que hoy son responsables aproximadamente de un 10 % de los delitos, con pocas variaciones desde la Edad Media; los implicados son sobre todo varones jóvenes, entre los 20 y los 30 años". La violencia juvenil estaría en relación directa con el afianzamiento de la propia virilidad y los mecanismos de reemplazo generacional: el macho joven debe demostrar ser capaz de relevar al macho adulto, cuando llegue el momento, en la defensa del territorio y la fecundación de las hembras. Intuimos, sin necesidad de hacer grandes esfuerzos de abstracción, que así es. En algunos aspectos de nuestro carácter, el barniz civilizador es exiguo: el hombre se reafirma, a menudo, recurriendo a maneras expeditivas y esta reafirmación pasa, asimismo a menudo, por el atropello del otro.

Una historia de la violencia, una de las obras con que la editorial Paidós celebra sus 65 años, habla de la acción instintiva del individuo y de la reacción "programada" del sistema. Desde antiguo, las comunidades más aventajadas han hallado modo de canalizar o reprimir nuestra agresividad innata (también la adquirida, no olvidemos que existe una cultura de la violencia con sus pontífices y su feligresía). La sociedad ha elaborado métodos de control y autocontrol para embridar esta furia. Desde finales del Medioevo, además de consolidar una ética de inspiración cristiana que anteponga la vida humana a cualquier otra consideración, el insulto y la agresión, las peleas y el derramamiento de sangre han sido convenientemente estigmatizados en Occidente. A ello han contribuido medidas disuasorias como la prisión, que recluye y excluye a los individuos inadaptados, o las multas, que pacifican y contribuyen a la recaudación de fondos.

Con la Edad Moderna, paradójicamente, la justicia aumentó la mano dura: "Los tribunales penales ven transformarse en todas partes su función. Ya no tienen como meta principal tratar de reconciliar a los adversarios, sino culpabilizar y castigar duramente a los autores de homicidios", escribe Muchembled. La violencia no desaparece del escenario social, en absoluto. El Estado moderno desarma a la ciudadanía y arma a sus órganos de control -el ejército primero, la policía después-, generaliza el recurso de la tortura -un "terror salvífico", según sus defensores- y transforma las ejecuciones públicas en escenificaciones del destino último del criminal (en esta represión cabría ver la particular reafirmación de los jóvenes gobiernos nacionales). El Estado no erradica la violencia, la instrumentaliza, la dosifica, la monopoliza. La autoridad hace suyo el mandamiento bíblico "no matarás", y añade: "A menos que sea yo quien te lo mande".

Ese furor sanguinario, inhibido en el ciudadano, se estimula en el soldado que ha de sacrificarse por la patria: "El Estado necesita controlar la agresividad de sus súbditos para canalizar mejor la de sus ejércitos hacia el terreno fundamental de la confrontación lícita contra los enemigos", advierte Muchembled. Se alimenta el odio al enemigo exterior -en muchos casos, se inventa un "enemigo exterior"-, lo que genera un doble rasero aplicado alegremente todavía hoy: si somos agredidos, hablamos de atentados; si agredimos, es para hacer justicia… La de la violencia es, me temo, la historia interminable. Por la vigencia permanente de su tema, Una historia de la violencia es una lectura harto recomendable; también por la claridad con que están expuestas sus muchas sugerencias y por la destreza con que abre al lector el abanico de las ideas.

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