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tribuna
H UBO un tiempo, no hace tanto, que este mundo nuestro era más lento. O, al menos, esa era su apariencia. Más lento y artesanal, todo nos costaba más esfuerzo, más dedicación, más constancia, y mucho más tiempo. No existía el MP3, ni de lejos, el walkman lo más parecido. Ponías el vinilo en el plato tras limpiarlo a conciencia con una gamuza y ese líquido azul que más de uno utilizó como adormidera, rezabas para que no saltara la aguja, y grababas el lp escogido en una cassette, si no se embrollaba la kilométrica e indomable cinta, claro. El proceso, para poder luego escucharlo en tu walkman, como mínimo duraba lo mismo que el disco. No teníamos correo electrónico, no. Te plantabas frente a un folio en blanco y escribías, lo que sentías, lo que solicitabas, lo que preguntabas, pegabas un sello en el sobre -que previamente tenías que haber comprado-, al buzón y a esperar, con suerte, la respuesta varios días después. Eso sí, te pensabas mejor lo que escribías, y ese "calentón" que en más de una ocasión se nos cuela en un email nos lo evitábamos. Qué decir de la fotografía, no hace tanto seguía formando parte del mundo de la química. Revelador, fijador y agua, negativo y positivo. Desde que enfocabas a través del objetivo y apretabas el pulsador hasta contemplar el resultado de tu acción podía transcurrir más de una semana, tirando a lo corto. Polaroid quiso adelantarse a su tiempo y se quedó en inquietante posibilidad artística. No hablemos de telefonía, porque no creo que sea necesario explicar las grandes diferencias y avances que se han producido en apenas quince años. De aquel tiempo lento y artesanal guardo un especial recuerdo de aquellas reuniones familiares alrededor del proyector de Super 8. No siempre funcionaba el artilugio, demasiados componentes de sistema frecuentemente dispuestos a jugarte una mala pasada, pero cuando lo hacía a mí me parecía algo mágico, alucinante. De igual manera, a imagen y semejanza de su tiempo, el Super 8 era lento y artesanal en su composición y ejecución. La complicada grabación daba paso a un tiempo de larga espera -vía Fuentes Guerra o Chaplin- que no te garantizaba el éxito. La química, tal y como le sucedía a la fotografía, no es exacta.
He vuelto a encontrarme con ese tiempo, que no fue hace tanto, insisto, de la mano de Super 8, de J. J. Abrams. He vuelto a sentir la lentitud y la artesanía y, de nuevo, me ha atrapado e hipnotizado la pantalla. Abrams, conocido por el gran público por ser el creador de la exitosa -y para mi gusto cansina- Lost, nos demuestra que es un narrador que nos deparará grandes momentos y películas si persiste en su evolución. De hecho, yo ya califico a Super 8 como gran película, o como ya le he escuchado a más de uno: es una peli como las de antes. Porque entronca y conecta con grandes títulos del pasado. Esa capacidad narrativa de J. J. Abrams se discutió y expuso años atrás en el Diario de Lecturas de Vicente Luis Mora, suscitando un amplio y apasionante debate. En estos días, y a tenor de otro estreno en la cartelera, y me refiero a La piel que habito de Pedro Almodóvar -con la que muchos deseamos que recupere su tono más alto-, se está hablando mucho de Frankenstein, como un proceso creativo o emocional. Proceso o concepción que Abrams emplea descaradamente en Super 8, bien a modo de guiños o como incondicionales homenajes, comenzando por el mismísimo productor de la cinta, Steven Spielberg. La guerra de los mundos, ET, Encuentros en la III Fase, Alien, La Bella y la Bestia, Romeo y Julieta, La Noche de los Muertos Vivientes, La invasión de los Ultracuerpos y hasta Los Goonies se asoman, con descaro en ocasiones, a Super 8. Sin embargo, J. J. Abrams ha creado su propio y autónomo cuerpo -muy lenta y artesanalmente- y, sobre todo, ha conseguido que no se le noten las costuras.
Se le puede reprochar a Super 8 que es políticamente correcta, que lo es, que a ratos desprende una moralina rancia, porque lo hace, y hasta que es previsible, porque puede llegar a serlo, sí, pero aún así es, en su resultado y definición, un apasionante y emocionante espectáculo cinematográfico. Bien porque sabe donde se encuentra la parte más sensible de nuestra nostalgia, bien porque se te ofrece como un mundo conocido, querido y familiar; bien porque nos habla de la magia que se puede esconder tras lo cotidiano. Se puede analizar Super 8 desde multitud de prismas, aunque tengo la impresión de que se trata de un ejercicio superfluo. Mucho más simple. Sólo se trata de sentarte frente a la pantalla y disfrutar, recuperando esa inocencia que se quedó atrapada en ese otro tiempo, lento y artesanal, que no fue hace tanto.
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