El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
la tribuna
LA infancia es una etapa de exploración y descubrimiento, tanto de la personalidad como de la geografía. Comenzamos a conocernos a nosotros mismos y comenzamos a reconocer y a adaptarnos al entorno en el que vivimos. En este proceso trazamos lo que bien podríamos calificar como nuestro propio mapa vital, que en todos los sentidos, tanto personal como geográficamente, nos traslada a las más inmediatas cercanías: a nuestros padres y hermanos, a las calles que recorremos cada día. Según avanzamos en autonomía, somos nosotros mismos los que dibujamos las coordenadas, los puntos más destacados de nuestro mapa. En algún momento, porque los descubrimientos cuentan con estas características, la geografía y la vida se funden y confunden, forman un solo elemento. Tal vez el primer elemento de mi mapa lo situé en el quiosco de Manolo, esquina Isaac Peral con Buen Suceso. Empachos de barriletes, pipas Arias, los primeros álbumes de fútbol, petazetas y regaliz del duro. Unos metros más de exploración, hasta la pilona de la calle Pleitineros en su desembocadura en Santa María de Gracia. Unos metros más adelante, el estanco de Rafael en el Realejo, ese espacio escueto y asombroso en el que podías encontrar de todo a casi cualquier hora del día, gracias a la dedicación de su propietario. Estirada la cuerda paterna, el mapa llegó hasta Gutiérrez de los Ríos (Almonas, para entendernos mejor), a ese portal donde un anciano nos cambiaba los tebeos por tres pesetas, y prosiguió hasta la Biblioteca que había en lo que ahora es la delegación de Cultura. Un apasionante descubrimiento. Allí conocí a Tintín, El Príncipe Valiente o a Asterix, y compartí sus aventuras. También descubrí, para desgracia de mis familiares y conocidos, Casa Leal (o Casa Pegas) junto a la Corredera, con sus terroristas petardos de duro, la eterna "mierda" de plástico en el escaparate y sus bombitas fétidas -que apestaron por unos minutos más de un autobús o portal-. Después llegaron los Salesianos, las patatas fritas Simón (más ricas que el jamón) en María Auxiliadora y, sorprendido, me adentré en ese mundo desconocido que había más allá del Alpargate, esa nueva Córdoba cosmopolita en bloques de cinco plantas, y con portero electrónico, en la Avenida Barcelona.
Primeros afeitados con esas cuchillas azules que te dejaban la cara como si te hubieses enfrentado a un gato y primeros paseos por la Córdoba céntrica y señorial, la de las palomitas, los helados de David Rico, las conservas del Correo, el bonito con tomate de Bocadi y los juguetes de Los Guillermos, en la calle Gondomar. Pegaba la nariz contra el cristal del escaparate y me maravillaba con esos interminables Scalextric -que sólo tuve cerca en los bajos de Galerías Preciados-, con las escopetillas de plomillos, los coches teledirigidos y demás artilugios que jamás desfilaron por mi casa -o por alguna de la de mis conocidos, desgraciadamente-. Y junto a Los Guillermos, por fin, Casa Rusi, con sus sombreros cordobeses, sus guantes de los buenos, sus encendedores de marca "de toda la vida", sus navajas suizas y sus lujosas pitilleras. Agregué Rusi a mi particular mapa vital años más tarde, en plena efervescencia de la juventud. Allí nos compramos los sombreros para ir al mano a mano entre Finito y Chiquilín, y lo perdí ese mismo día: lo lancé al ruedo y nunca volvió. El segundo, también con el sello de Rusi, tampoco me duró mucho, otro alboroto en los Califas y el sombrero contagiado de la locura colectiva se fugó. Cosas que pasan. Después, sin llegar a considerarme como un cliente habitual, gracias a Casa Rusi he podido encontrar regalos y sorpresas para mis amistades más "cordobesas" o "cordobitas", porque si algo definía a este establecimiento era eso precisamente: era muy muy cordobés, en el amplio concepto del adjetivo. (Y dudo si se trata de un adjetivo o de una definición).
Varias generaciones nos hemos acostumbrado a Rusi como una parte más, entrañable y pintoresca, de la geografía más netamente cordobesa. Quién no se ha detenido alguna vez frente a su característico escaparate, admirado o sorprendido. Casa Rusi ha cerrado sus puertas, extirpando una vetusta coordenada de nuestro mapa más esencial, dejando para el recuerdo -y tal vez no para el olvido- su característico inventario y, seguramente, otra forma de entender el comercio, la relación con el cliente. Y es que puede que Rusi no haya soportado la velocidad, el tiempo y sus modas, que alineados, y empujando en la misma dirección, son capaces de borrar hasta el mapa más veterano y perfilado.
También te puede interesar
El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Por montera
Mariló Montero
Mi buena vecina
A la sombra ?de los olmos
Hogares sin luz