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GALIARDO era su propio personaje. Esto se ha dicho mucho, y es verdad. Pero no lo ha sido siempre, sino que ha ido crujiendo las etapas del descubrimiento de sí mismo. El Juan Luis Galiardo del final, el que era conocido por su histrionismo esbelto a pie de calle, por ese eco batiente de su sombra torcida en su expresión más fuerte, es el resultado de una filmografía en la que el personaje del actor supo ir desplazando a los demás personajes. No fue así al principio, cuando su prototipo varonil de galán calavera y jugador, un poco Don Juan sin dramatismo, sin Miguel de Mañara posterior que exigiera vivir su mejor biografía lejos de la carne y su tensión, le hizo protagonizar unas cuantas películas en las que exhibía alegremente su torso de nadador alto y fornido, un poco a lo Alfredo Landa en Vente a Alemania Pepe, pero sin caricatura. Aunque algo había también en aquellos primeros personajes de una especie de burla cansada de sí mismo, un descreimiento fino de su propio atractivo, que estaba más pendiente del sorbo del minuto que de asaltar la alcoba que le quedara a mano. Porque aquellos personajes de Galiardo, cuando el destape era el anuncio de encaje de un escote, no estaba al acecho de cualquier dormitorio, o de una habitación de hotel cualquiera con mueble-bar de lujo: sino que era la alcoba, el concepto de alcoba, el que más le incitaba.
Luego, ya entrados los años ochenta, le vino aquella serie de televisión que comenzó a mostrar el gran actor que Juan Luis llevaba dentro: Turno de oficio, de Antonio Mercero. Justo cuando la promesa inicial del socialismo empezaba a perder su primera credibilidad, Galiardo interpretaba al Chepa, un veterano abogado penalista, joven todavía pero ya lastrado por su propia biografía, por sus fracasos duros, que trataba de iniciar en el ejercicio de la abogacía a un joven letrado que interpretaba un casi bisoño Juan Echanove. El Chepa no tenía más defensa que su propia mirada turbadora, que había visto sus sombras y las había explorado, que había contemplado la caída de sus propios sueños y ahora los reclamaba entre el vaho de un whisky y su convencimiento de que el mundo sólo puede empeorar. Junto a Carmen Elías, transitó la frontera más social de la arena cambiante, con el asfalto hosco, donde acaba el Derecho.
Luego, en los noventa, llegó Fernando León con su primera película, Familia, que cuenta la historia de un hombre, interpretado por Galiardo, que no tiene familia y, para celebrar su cincuenta cumpleaños, decide alquilarla: un grupo de actores con Amparo Muñoz, bellísima, encargada de encarnar el papel de su esposa. Campeón de España veterano de braza, intérprete genial de sí mismo en la estupenda serie Qué fue de Jorge Sanz, muere un gigante.
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