El balcón
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Opinión
AURELIO Teno ya forma parte del espectro telúrico que imprimió a su dilatada obra escultórica. Ha muerto y vuelve al contacto con la tierra, con el metal, con la arcilla, con la madera, con los elementos que moldeó mil veces desde que tomara contacto con el arte en el taller de Amadeo Ruiz Olmos cuando sólo contaba con 15 años. Aurelio Teno comparte ya espacio con el Quijote, con sus monjes, con sus caballos heridos de muerte, con las cenizas y esquirlas que se desprendieron del material para propiciar la amalgama sabia que surgía de sus manos.
Teno se impregnó de tal manera de todos los elementos de su escultura que su conversación tenía la potencia de la roca, del fuego de la función, del clavo en la madera. Teno creyó ver en Pedrique, una finca con monasterio situada en el extremo sur del término de Pozoblanco y muy cerca de Villaharta, el crisol que resumía su vida. Allí ha pasado las últimas décadas de su vida, cerca de los manantiales de aguas de hierro, de los cielos surcados por águilas reales, del valle bravo donde habita el jabalí y trisca el venado, de los roquedos minerales de profundidades insondables, del monte de encina, jara y madroña que se alterna con olivares inverosímiles y del eremitorio donde, según afirmaba, flotan los espíritus de los monjes camino de los rezos de maitines. En el escondido valle flanqueado por la solana del Cañaveral y la Umbría del Huerto, Teno hallaba todo lo que inspiraba su obra y obtenía el retiro necesario para que la creación surgiera del corazón. "Mis obras no son para los ojos, son para esto", decía mientras se golpeaba el pecho con la fuerza titánica que unía su naturaleza histriónica y abigarrada.
Nacido en las Minas del Soldado, un poblado minero que surgió con el siglo XX en Villanueva del Duque, Teno jugaba con los restos de la galena argentífera y la horizontalidad del paisaje de Los Pedroches se quebraba cuando trepaba a los gigantescos morriones de residuos grises entre los que se escondían su vocación y las raíces de su escultura. Así fundía piedra con metal, madera con cuerda vegetal, fuego con agua y magia con sentimientos.
En toda su obra planea lo sobrenatural y la necesidad de fundir elementos y quizá por ello guardo como oro en paño un recuerdo de una de las últimas visitas a Pedrique que realizamos mi padre y yo. Admirados por el espectáculo paisajístico que arranca del arroyo que lleva el nombre de la finca, en la trasera del eremitorio, intentaba explicarnos cómo la antigua era que utilizaban los monjes para trillar el trigo se sustanciaba en una suma prehistórica y mágica. Señalaba vértices de piedra y explicaba sus límites y su orientación como si aquella superficie fuera un oráculo sagrado. Orientaba unos argumentos al sur y otros al norte, mientras explicaba una retahíla de consideraciones sobre las lunas, el sol, las cosechas, la caza y las parturientas. Él sentía todo aquello. Mi padre y yo sólo advertíamos una simple era de labor. Ahí estaba la diferencia, Teno veía más allá y sus manos traducían en escultura lo que pasaba por su mente. El mineral al que se dirige le será más familiar que al resto de los mortales porque sus manos lo convirtieron en magia. Descanse en paz.
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