El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
La tribuna
ESTA pasada semana he tenido conocimiento del fallecimiento de Barnaby Conrad, con el que durante bastante tiempo mantuve una relación muy estrecha, diaria, vía email y teléfono, en el proceso de redacción de su biografía, Barnaby Conrad, una pasión española. Mi relación con Bernabé, como le gustaba que le llamara, comenzó en una librería de viejo. Colecciono novelas taurinas, y allí descubrí Matador, la obra que lo hizo mundialmente famoso. Una novela sobre las últimas horas de Manolete. Una edición horrible, mal traducida, ya descatalogada, pero que en la contra sintetizaba parte de la vida de Barnaby: escritor, torero, diplomático, pintor… Atraído por el personaje, que seguía con vida, comencé su búsqueda. Debo reconocer que en un principio llegué a creer que existían varios Conrad, de hecho los hay, por la cantidad de actividad e información tan dispar que se le atribuían, y que correspondían, increíblemente, al que yo andaba buscando. Gracias a la ayuda de diferentes personas, semanas después pude localizarlo. Nada más descolgar el teléfono, me espetó: "Senyorrr Guterres, estaba esperando su llamada". Ya en esa primera conversación descubrí a un hombre generoso, divertido, brillante, educado y cariñoso al mismo tiempo, locuaz, con una memoria prodigiosa y con un conocimiento de la realidad, del presente, absolutamente nítido. Encantado aceptó mi propuesta, escribir su biografía, ceñirla a los ámbitos "español" y "taurino", quien lo haga por completo necesitará mucho tiempo y varios kilos de papel. Nos pusimos manos a la obra, en una de las tareas más fascinantes que he realizado en mi carrera literaria.
Tengo el honor de haber sido la primera persona a la que Barnaby Conrad le escribió un correo electrónico. Correos que comenzaban con un "Sarvaó", "socio", "maestro", "compare", y que luego proseguían con historias alucinantes que me atrapaban de principio a fin. En realidad, no era Barnaby quien escribía los emails, se los redactaba a su encantadora esposa, Mary, que hizo las veces de webmaster, traductora y documentalista durante el proceso de elaboración de la biografía. Bernabé llegó muy joven a España, su sueño taurino ya había comenzado unos años atrás, en Tijuana, México. Un becerro le provocó una lesión en la rodilla, que lo alejó del ejército, lo que era su deseo -como la inmensa mayoría de los jóvenes de su edad, en plena II Guerra Mundial-, pero que le confinó en el mundo diplomático. Como destino, su país soñado: España. Vigo, Sevilla, Málaga y Barcelona. En nuestro país, ese jovenzuelo licenciado en Yale, con aspecto de galán de cine, fue muy feliz, rabiosamente feliz. Como si reviviera las palabras de Hemingway en Muerte en la tarde, recorrió la hambruna y taurina España de la posguerra. Y aquí se enamoró, conoció a las grandes figuras del toreo, de Manolete a Belmonte pasando por Arruza, tuvo algún que otro contacto con el espionaje y estuvo a punto de morir, cerca de El Escorial, cuando un novillo le propinó una descomunal cornada. Todavía muy joven, abandonó nuestro país, pero siempre volvió, de un modo u otro. De hecho, nunca se fue. En sus cuadros, en su obra literaria, en sus amistades, España siguió ocupando un lugar privilegiado y especial.
Hubo mucho más en la vida de Barnaby: productor cinematográfico en la adaptación de una novela de Steinbeck, del que era buen amigo, secretario del Nobel de Literatura Sinclair Lewis, pintor de la alta sociedad limeña, pianista en un club, restaurador en San Francisco, confidente de Capote -fui yo el que le comuniqué que aparecía en su correspondencia, ya que él no lo sabía-, criador de caballitos de mar, no es broma, etc. Y también conoció y vivió Barnaby los infiernos de amores tortuosos y de la adicción al alcohol y otras sustancias. Vivió mucho, muy deprisa, como si se fuera a morir al día siguiente, una vida trepidante, siempre en la parte más elevada de la noria. En estos días vuelvo a leer las decenas de cartas que me envió, trato de ordenar todos los dibujos que me regaló, como si al hacerlo lo mantuviera con vida. También he recuperado la biografía que escribí, mi modesta contribución a la permanencia de su paso por nuestro país y su desmesurada afición por el mundo de los toros. Barnaby Conrad, mi amigo Bernabé, ha muerto, pero su pasión -la española y todas las demás- sigue viva. No me cabe duda.
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