Salvador Gutiérrez Solís

Eurovisión

La tribuna

26 de mayo 2013 - 01:00

LO planificamos con la suficiente antelación, como uno de esos acontecimientos que se quieren disfrutar en toda su plenitud e inmensidad. Preparamos un menú a la altura de las circunstancias, no se crean que es fácil, ajustamos las horas para que nada falle y no nos perdamos un solo detalle, y es que son muchos los detalles. Colocamos la pantalla de televisión en el lugar apropiado, generosa en volumen, que también hay quien se arranca a bailar -sobre todo en los instantes finales-. Cada año, junto a mis amigos, celebro y contemplo el festival de Eurovisión, ese breve pero profundo universo de la Europa que tal vez nunca existió, de lo hortera -o friki, que es más contemporáneo-, de lo único por extravagante e irrepetible, afortunadamente. También es para mí Eurovisión, indiscutiblemente, el eco de la infancia, el de una señal que se cuela en el blanco y negro de la pantalla, acompañada de una banda sonora que se te tatúa en la memoria a golpe de repetición. En aquella España de mi infancia, Eurovisión era nuestra puerta de acceso al más allá, ese más allá que lo era absolutamente todo, ya que durante muchos años nosotros estuvimos enterrados aquí, entre los Pirineos y Tarifa, secuestrados en el amplio sentido de la palabra. El rescate éramos, o eran, nosotros mismos. Lo cobraron, ya lo creo que lo cobraron. Entonces Eurovisión no lo entendíamos como un elemento de desenfado y diversión, no, constituía el sueño, la liberación, volar, escapar, saber que había vida al otro lado de la puerta. Muchas, y diferentes.

Como nos habían instruido en la persecución absoluta, todos estaban en contra nuestra, por lo que fuera pero en contra nuestra, que suele ser el complejo que alimenta el odio del mediocre, entendíamos Eurovisión como la gran batalla contra nuestros enemigos del extranjero, ese concepto amplio que acuñamos como sinónimo de perversión, depravación y pecado. En el fondo, claro, muchos deseaban pecar, "pervertirse" aunque sólo fuera un rato, y cruzaban las fronteras con excusas sacadas de un vodevil con tal de conocer ese "extranjero" tentador dominado por el diablo. Eurovisión conseguía que ese mundo extraño y desconcertante que tanto nos odiaba, pasara por nuestros ojos, en su formato de lentejuelas y brillos cegadores, aunque sólo fuera durante unas pocas horas al año. Recuerdos veladas nerviosas, taquicárdicas, junto a mis hermanos y padres, aguardando aquellas votaciones en aquellos idiomas extraños e impronunciables. Y cuando ganábamos, porque cuando ganaba España es como si nosotros mismos hubiéramos actuado, o quedábamos en un puesto honroso, se desataba la locura. Porque nuestro triunfo era doble o triple o más todavía, no sólo le ganábamos a los demás participantes, le ganábamos a las hordas ateas, a los jurados comprados, al comunismo, a los judíos, a los masones, le ganábamos al mundo mundial. Puede que por eso nos inventáramos aquello de la OTI, que era un Eurovisión más primigenia, casi ancestral, más de todo, cómo definirlo.

Con el paso de los años, ya no somos tan bichos raros en Eurovisión. Es más, pretendemos ser más como ellos, y la mayor evidencia son nuestros pobres, por no decir catastróficos, resultados. Entre la imitación y la pureza, siempre gana la pureza. Debo de reconocer que desde que nos hemos dejado atrapar por las redes sociales, Eurovisión es mucho más divertido, ya que se trata de una transfronteriza broma interactiva. Y así, si el gran día de Facebook es el de tu cumpleaños, el de Twitter, no me cabe duda, es el de la final del festival de Eurovisión. Le animo a que lo pruebe, si aún no lo ha hecho. En esta última edición hemos cumplido casi al cien por cien con las expectativas creadas, ya que en multitud de foros nos daban como los últimos, y no, que hemos sido los penúltimos. El sueño de Morfeo es a Eurovisión lo que Julián Muñoz a la maquina de la verdad, un atacante más que un participante. Mal por el responsable de la elección, yo creo que no les dijeron que se "cantaba" en directo, mal por el tema, horrendo a secas, pero no horrendo y hortera, como corresponde a este festival. ¿Usted se imagina la canción de El sueño de Morfeo sonando en la pista de los coches de tope? Yo tampoco, y esa es la mejor prueba para diagnosticar si una canción es apta para Eurovisión. Ganó la favorita en todas las apuestas, la danesa Emmelie, y a nosotros sólo nos queda esperar hasta a la edición del año que viene -y volver a tuitear-. Y que lleven a Bisbal, pero en su versión Ave María, que sí cumple con todos los requisitos.

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