La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
La tribuna
SE ha hablado y se sigue hablando, mucho, de las Olimpiadas que no se celebrarán en Madrid, en el año 2020. Se ha hablado tanto que, lo reconozco, ya me aburre el tema. Menos mal que no llegaron a diseñar una mascota, que sería la reina del photoshop en miles de versiones y gracietas diferentes. El famoso "relaxing cup café con leche en la Plaza Mayor" me pareció divertido, por todo, en los primeros momentos, pero ya me cansa tanta punta que se le ha sacado. Se le ha sacado tanta que ya no queda ni mina ni madera, el lápiz es serrín que vuela por las redes sociales. Siempre he tenido un sentimiento encontrado hacia estas Olimpiadas -que de momento no serán-, por muy diferentes motivos. Son innegables y evidentes los beneficios que un gran evento de estas características ofrece a la ciudad, comunidad y país que lo acoge. Es de una miopía cercana a la ceguera no querer ver eso. Y no pensemos sólo, que sería una reflexión muy simplista y falsa, en esos beneficios directos que son tan fáciles de contabilizar: trabajadores empleados en la construcción, coordinación, transformación de la zona escogida, incremento de las plazas hoteleras, venta de restaurantes, bares y demás establecimientos similares. Es mucho más que sólo el beneficio del instante, y los casos de Barcelona y Sevilla son dos magníficos ejemplos. Barcelona creció como ciudad, añadió a su fisonomía urbanística lo que desde entonces conocemos como la Villa Olímpica, y que no dejaba de ser una zona degradada del extrarradio. Las dos exposiciones universales, la del 29 y 92, convirtieron a Sevilla en una ciudad completamente diferente. Desde un punto de vista meramente dimensional, también en cuanto a las infraestructuras y comunicaciones -es inevitable citar la apuesta por la Alta Velocidad, y esa ya mítica primera línea que unía la ciudad hispalense con Madrid-, el intento por establecer una concepción contemporánea de la habitabilidad, etc. Es decir, no son sólo los beneficios de los previos y del momento, hablamos de esos otros beneficios que son imposibles de cuantificar, económicamente, pero que son tan perceptibles, tan tangibles, por la ciudadanía desde el primer instante. Y son, además, beneficios que permanecen en el tiempo.
Por otro lado, pensaba y sigo pensando que demasiados líos tenemos como para meternos en otro y, sobre todo, de tan considerable inversión. Empleo una metáfora muy sencilla para explicarlo. En tu propia casa no te enfrentas económicamente a decorar la terraza, cambiar los muebles del salón o renovar la televisión por una más amplia y delgada si tienes goteras en el techo o la lavadora o el frigorífico no te funcionan. No. Primero arreglas las goteras, o el frigorífico y/o lavadora y luego ya veremos, según andemos de cuartos por esa época. O sea, España tiene actualmente unas goteras de tal dimensión -la que el otro día se abrió paso en el techo del Congreso de los Diputados es una imagen más que clarificadora-, camino vamos de necesitar una canoa o piragua para no ahogarnos, como para meternos en semejantes aventuras. Puede llegar a parecer frívolo, si uno lo piensa un instante, que con seis millones de personas sin empleo, recortándonos derechos cada día, aplicándonos un IVA brutal, nos planteemos unas Olimpiadas -tal y como ha llegado a comentar algún miembro del propio COI-. Ventajas e inconvenientes.
Seguramente, desplegando nuestra destreza a lo Pepe Gotera y Otilio, resucitando a ese Quijote que nunca dejamos dormir durante demasiado tiempo, habríamos podido organizar las Olimpiadas, tal y como hemos hecho con todo lo que nos hemos propuesto. Lo que me da miedo pensar, es inevitable, es en todo aquello a lo que habríamos tenido que renunciar para pagar semejante inversión. Un peaje demasiado elevado, costoso e incomprensible, me temo. Por todo esto, el que la alcaldesa, Ana Botella, el pasado jueves, tras invitar a los periodistas a una taza de café con leche, anunciara que Madrid no va a optar a la Olimpiadas de 2024 hay que entenderlo como una buena y sensata noticia. Una decisión adaptada a la realidad. Vamos a arreglar primero las goteras, si podemos, si pueden y nos dejan, y después ya veremos si podemos cambiar los azulejos del cuarto de baño. Lo primero es lo primero.
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