La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
La tribuna
PARTAMOS de una reflexión tan simple como aplastante: en pleno Siglo XXI no es lógico que la monarquía, tal y como se diseñó en su origen, siga vigente. Piénselo un instante. No es razonable que alguien por ser hijo de una determinada persona cuente con privilegios sociales y económicos, educativos, que cuente con capacidad de decisión sobre una colectividad, que ejerza la representación de todo un país. Eso se gana y se decide por muchos, y se llama Democracia. No hablemos de herencia, las herencias son otra cosa. Mi casa, mi coche o mi biblioteca, que son mías, compradas con mi dinero, producto de mi trabajo, sí es lógico que las disfruten en el futuro mis hijos, esposa o quien yo decida. Se tratan de bienes privados, adquiridos por mí, que no forman parte de la colectividad. Pongamos dos ejemplos muy básicos. Imagínese que su hijo, por el simple hecho de ser su hijo, disfruta en el futuro del puesto de trabajo que usted ocupa en la actualidad. Ojalá, pero no sería justo, tampoco lógico. O, imagínese que es presidente de la comunidad de vecinos de su bloque y que su hijo, en el futuro, sin tener en cuenta la opinión de los vecinos, sin consultar a nadie, se convierte en el presidente de la comunidad de vecinos. Dos ejemplos irrisorios e inimaginables, ya lo creo, pueriles, indiscutiblemente, pues trasládelos a la monarquía y tal vez encuentre similitudes. Pero hoy no quiero hablar de la legitimidad de la monarquía, no, ya tocará, sino de la oportunidad que ha desperdiciado en los últimos meses. Considerándola ilógica, extraña a estas alturas del partido, incomprensible, a la monarquía le pido, qué menos, que sea impecable, que aunque no la comprenda me haga creer que cuenta con una utilidad, que realmente es ese estamento, que nos venden sus grandes defensores, de garantía de la unidad, de soporte cuando las patas de la mesa se quiebran y demás zarandajas que he escuchado a lo largo de los años.
En la actualidad, para la amplia mayoría de los españoles, la monarquía más que una solución es un problema. Un estamento cuestionado. Amplificado por la crisis, por el desengaño, por la corrupción, indiscutiblemente, pero también, y sobre todo, por sus propias acciones y decisiones. La semana pasada la Infanta Cristina dio once pasos para entrar en el juzgado y declarar ante el juez Castro por su supuesta relación con los negocios del todavía su marido, Iñaki Urdangarín. No sé, no me acuerdo, no me consta, repitió hasta la saciedad. Vaya, una chica tan formada, tan respetada en su ámbito profesional, nunca se preguntó cómo se pagaba a las trabajadoras domésticas, los viajes, un palacete de varios millones de euros y demás lujos. Normal, como pasaría en todas las parejas, claro que sí. Tantas miles de mujeres luchando a lo largo de los años por alcanzar la ansiada igualdad, exponiendo sus habilidades y talento, y ahora llega toda una Infanta Real y dice que no se entera de nada. Todo parece indicar que se trata de una estrategia legal, ella es la ciega enamorada y él es el rufián sin escrúpulos. Los españoles no nos merecemos una estrategia en su propio beneficio. Tendría que haber respondido a las preguntas, con claridad, sin tapujos; colaborar, en definitiva, con la Justicia, sin tener en cuenta a quien podría perjudicar con sus respuestas.
Ese 8 de febrero, que algunos califican como histórico y que yo intuyo como meramente anecdótico, comenzó con esos 11 pasos tras el debate de si la Infanta debería "hacer el paseíllo" o no, tal y como hace todo hijo de vecino. Como en las respuestas, se optó por la estrategia, unos metritos saludando como si fuera a inaugurar un parque infantil, ya lejos de los gritos y de las pancartas. Fin de la actuación. Pasado el mal trago, ya han demostrado que la Justicia es igual para todos, aunque todos nos hayamos dado cuenta de que no es así. Una temporada en el limbo -que, por cierto, es más tranquilo y relajado-, sin actos oficiales a la vista, y a esperar a que pase el chaparrón. En definitiva, una oportunidad perdida. Una oportunidad para demostrar que son una institución íntegra e impecable, ejemplar en todas y cada una de sus actuaciones. Pero no, no ha sido ese el ejemplo que han dado, con lo fácil que hubiera sido optar por la transparencia, por la naturalidad, por las respuestas claras, si no hubiera nada que esconder, claro. No sabemos si las cacerías de elefantes quedaron atrás, ya que tuvimos constancia de ellas cuando ya no les fue posible camuflarlas por más tiempo. Tampoco sabremos nunca si lo supo, si lo permitió, si colaboró. No quieren que lo sepamos.
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