La gloria de San Agustín
Rafalete ·
Días bonitos
En tránsito
RECUERDO el libro de literatura que tenía en el colegio, un grueso volumen con mucha letra pequeña y muy pocas fotos. A los 14 años me gustaba leer, pero aquel tocho era un mamotreto imposible de digerir. Estaba lleno de palabras incomprensibles -sinalefa, estrambote, serventesio, sinécdoque-, y de aburridas disertaciones sobre la métrica. Cuando el profesor -el buen señor Monterrubio- nos explicaba con paciencia cómo había que medir una estrofa sáfica, se me ocurría pensar que había que ser un lunático para echar a perder la vida con aquellas cosas. ¿Estrofa sáfica? No, no, para nada: aquella estrofa no era sáfica, sino sádica, con d, porque aquello era una tortura intolerable. ¿Cómo era posible que alguien se dedicase a dividir los versos en endecasílabos sáficos o en pentasílabos adónicos? Empecé a pensar que mi temprana afición a la lectura debía de ser una patología vergonzosa, y poco a poco dejé de leer libros a la vista de todos.
Por suerte, un buen día encontré un poema al final del libro de literatura. Se llamaba "A José María Palacio". Pensé que me iba a encontrar con la ración habitual de serventesios y de sinécdoques, pero aun así me puse a leerlo (mi patológica afición a la lectura aún no se había curado del todo). Y de pronto me encontré con algo que estaba vivo, que respiraba y que estaba lleno de palabras normales pero que emitían una música muy suave, como el rumor del viento entre los chopos que aparecían en el poema. Lo leí y lo volví a leer, sin poderme creer lo que estaba ocurriendo. Sentí un estremecimiento, o más aún, una inmensa alegría. Yo había estado allí, entre aquellos campos y aquellos chopos que no había visto nunca. Y aquello era muy raro, porque no había nada más alejado de mi experiencia de niño urbano que aquel paisaje de zarzas y sementeras. Si me enseñasen un olmo, no lo sabría distinguir de un roble. Pero eso daba igual. Aquel día descubrí que se podía crear un sentimiento universal a partir de unas pocas imágenes, y que aquello te llegaba al corazón y te transformaba y te sacudía de una forma que antes nunca habías experimentado.
Miré el nombre que venía al final del poema: Antonio Machado. Al lado venía la foto de un señor muy serio, con sombrero, sentado en un café. Antonio Machado, repetí, casi sin podérmelo creer. "Gracias, señor Machado", dije aquel día. Y ahora, muchos años después, cuando se cumplen los 75 años de su muerte, vuelvo a repetir lo mismo: "Gracias, señor Machado, muchas gracias".
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