El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
La tribuna
ASUMIMOS y aceptamos todas las explicaciones, sin preguntar, sin alzar la voz. Nos contaron que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, que habíamos gastado lo que no teníamos, que nos creímos que la bacanal era para toda la vida. Nos contaron que durante años estuvimos viviendo en una fiesta permanente, en una locura irreal, en la que nos excedimos en todo, absolutamente en todo. Nos acusaron de romper los platos rotos, toda la vajilla convertida en añicos, no dejamos ni una sola pieza, esparcida sobre el suelo, como un caótico tapiz. Y nosotros nos lo creímos todo, todo. Es más, tuvimos tan asumida la sensación de culpa, nos llegamos a sentir tan responsables, que comprendimos que merecíamos el correctivo que nos pronosticaban. Y llegamos a ver, con nuestros propios ojos, el confeti bajo la mesa camilla, botellas de vodka en la bañera, vomitonas en las macetas, coches de gama alta aparcados en la puerta, estupendas residencias veraniegas y los platos rotos, como una afilada y crujiente alfombra, esparciéndose sobre el suelo de nuestras vidas. Y no había nada, la fiesta nos pasó de largo, pero lograron convencernos de lo contrario. De hecho, estuvimos tan convencidos, lo contemplamos tan real, que aceptamos el castigo sin rechistar. Y no dudaron en aplicárnoslo, sin concesiones, con mano firme, directos a nuestros derechos, a nuestros empleos, directos al futuro de nuestros hijos.
Es cierto, sí, hubo una fiesta, una orgía en toda regla, salvaje, loca, pero no nos invitaron a todos, claro, reservado el derecho de admisión, como siempre. Es más, la mayoría ni nos enteramos de que estaba teniendo lugar la fiesta. Escuchamos la música lejana, muy al fondo, y confundimos las lluvias de confeti, las cataratas de alcohol, el brillo de las carrocerías, con un extraño y repentino efecto climático, con la ilusión de un segundo. Cada día nos cuentan con más detalle esa fiesta a la que solo tuvieron acceso unos cuantos. Ahora hemos sabido que, además de los sueldos millonarios, los privilegiados intereses en los préstamos y en los depósitos, los miembros del consejo de administración de Cajamadrid contaban con las ya célebres tarjetas B, u opacas o fantasmas y demás denominaciones que hemos escuchado en los últimos días. Conjuguemos el verbo robar, que lo explica mucho mejor, más concreto y certero en este caso. Nos contaron, no tenemos que forzar en exceso la memoria, que salvar a la banca era salvar a los españoles, a la sociedad en su conjunto, a este gran país que es España. No, salvar la banca fue una operación de camuflaje para tapar todas las tropelías que han hecho con nuestro dinero y que hemos vuelto a pagar entre todos, euro a euro. O sea, a estos malnacidos les pagamos la fiesta, la orgía, yo no sé si necesitaron de vaselina, y ahora les estamos pagando la resaca en un balneario de lujo. Y se lo estamos pagando a costa de nuestros sueldos, de nuestra sanidad -ya hablaremos más detenidamente-, y sobre todo, desgraciadamente, hipotecando el futuro de nuestros hijos. Muchos de los cuales, por cierto, no habían nacido aún, pero sin quererlo ya también están pagando los platos rotos de esa fiesta que no disfrutaron, como tampoco sus padres o abuelos.
Necesitamos saber, que nos lo cuenten todo de una vez, que dejen de utilizar esta bomba de goteo que nos va lanzando este lodo nauseabundo cada poco, hasta que descubren el límite de nuestra tolerancia. Que nos cuenten todo lo que han hecho los directivos, consejeros y demás fauna de las entidades bancarias que hemos salvado con nuestro dinero. Y todo aquel que haya cogido un euro de más, que lo devuelva, por muy lejos que lo haya llevado, y que posteriormente sea juzgado por malversar con el dinero de todos. Pero que nos lo cuenten ya, de una vez, porque pueden y tienen que saberlo. Son muchas las familias que han visto sus ilusiones truncadas, que observan el futuro como la zancadilla que les toca esquivar cada día, para que estos miserables no paguen por lo que han hecho. Porque les toca devolver y pagar, sí, como todo hijo de vecino que comete un delito. Pagar, sí, los platos rotos de esa vajilla que no pasó por nuestras mesas.
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