El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
Opinióm
LA gastronomía cordobesa es una especie de aldea gala con su propia idiosincrasia en el contexto de la sociedad que la circunda. Como el poblado del liviano y sutil Astérix y del fornido y bonachón Obélix, allí dentro reina la alegría, el optimismo y la esperanza, casi que el jolgorio en mitad de una vorágine laboriosa; mientras tanto, fuera lo que prima es justamente lo opuesto: la desconfianza propia de lo que creímos una especie de imperio y que ahora se tambalea. Quizá sea, quizá, que las gentes que día a día elevan la realidad de nuestra cocina tienen, al igual que los intrépidos galos, una pócima secreta. Tal vez lo sea el salmorejo, tal vez, pero no cabe descartar otras opciones: el rabo de toro, por ejemplo; o el flamenquín, o las berenjenas, o el jamón ibérico de Los Pedroches, o el aceite de oliva virgen de las DO cordobesas o los vinos inimitables de Montilla-Moriles… Cualquiera sabe, porque la verdad es que maravillas culinarias hay unas cuantas por estos pagos como para elegir a una de ellas como único estímulo que explique el milagro al que asisten los chefs cordobeses de unos años hacia acá.
Hablo de milagro, pero es figurado, claro; bien sé que aquí no hay milagro, que no puede haberlo. Durante cinco semanas han desfilado por estas mismas páginas, y en el ciclo de tertulias que han formado la serie periodística que hoy se cierra, los tres únicos cocineros cordobeses que han ganado una estrella Michelín; una leyenda de la hostelería cordobesa como Rafael Carrillo, fundador de El Churrasco; y dos empresarios hosteleros. Asimismo, poetas, un ganadero y algún que otro científico. En todos los casos, y cuando digo todos es todos, se percibió nítida una mirada serena y optimista sobre el futuro que en el horizonte se otea cuando se habla de fogones. ¿Optimismo en 2014, cuando parece que todo se derrumba? Pues sí, optimismo, positividad por toneladas frente a pequeñísimas quejas. Incluso dos de los chefs más prestigiosos de esta ciudad, Paco Morales y Celia Jiménez, explicaron porque un día, cuando ya habían alcanzado el éxito fuera, decidieron regresar a su ciudad natal y porque se han decidido a proyectar sendos restaurantes de alta cocina en medio del fragor de la crisis. Parece milagroso, de verdad lo parece, pero en realidad no lo es. Tiene esta historia sus fundamentos lógicos, a los que acompaña la gran vocación de las gentes que se dedican a estos oficios. Y su extrema laboriosidad. Largas jornadas de sol a sol, o de sol a luna, dedicados en cuerpo y en alma al oficio.
La primera conclusión a la que se llega cuando se habla con la gente de los fogones, sean más clásicos o sean más innovadores, es que todos son conscientes de que detrás de lo que ellos hacen existe un poso histórico, que no un peso. Las culturas que por Córdoba pasaron fueron dejando su sustrato, y lo hicieron tanto con aportaciones en el recetario y en el estilo de cocina autóctono como en las formas de producción de las materias primas que todavía hoy, en los tiempos del tuiteo, son uno de los grandes emblemas de la provincia. Los cocineros cordobeses saben que vienen de ahí y conocen el legado ancestral desde el que parten, en cuya continuidad tanto tuvieron que ver esas amas de casa que con amor se dedicaban al arte del puchero. La palabra que define a todo eso es el respeto, pero un respeto que no paraliza sino que incita. A partir de ahí, todo es crear, todo es innovar. Desde un Rafael Carrillo que reinventó el churrasco argentino a finales de los 60 para hacerlo a la cordobesa con solomillo de ibérico hasta un Kisko García que se patea las huertas de los pequeños productores en busca del sabor más profundo de nuestras tierras para luego convertirlas en platos exquisitos y tan suyos.
Todos ellos son a la postre herederos de una tradición que en su historia contemporánea se forjó en las casas de comida, en las ventas y en las tabernas, y que abrió las puertas de la modernidad cuando a José García Marín le dio por innovar desde El Caballo Rojo y a Carrillo desde El Churrasco. Ellos habían mamado el oficio de otros, no venían de la nada, y contaron con ayudas inestimables como la del gastrónomo Feliciano Delgado; de acuerdo, pero sea como sea lo revolucionaron todo. Luego, claro, acompañó el contexto. España comenzó a desarrollarse en lo económico, el país se abrió en lo político, el turismo interior de carácter gastronómico y cultural se hizo habitual y Córdoba comenzó a coger fama como una ciudad dotada de una rica gastronomía tradicional. Avanzaron las tabernas, proliferaron, y los buenos restaurantes. Ya en los 90, para santificar la fiesta, llegó el AVE y con él las legiones de visitantes que arribaban al calor de un recetario clásico que por su singularidad y sabor se había hecho célebre. Un recetario, por cierto, de origen humilde, que gracias a la calidad del producto y las técnicas depuradas con el pasar del tiempo se había convertido en riqueza culinaria. Comenzó a escucharse fuera de Córdoba esa frase que tanto emociona al cordobés. "Que bien se come en tu tierra, coño", nos decían y todavía nos dicen.
La deuda que quedaba pendiente era precisamente evolucionar esa gastronomía, rica pero limitada, y llevarla hasta la modernidad de un mundo en el que la cocina ocupa un papel cada vez más preponderante y cercano a las artes, y también a las ciencias. Y precisamente ahí, en esa ingente tarea de actualizar un ayer a menudo enigmático, es justamente donde ahora se encuentran los chefs más avanzados. Sin duda, asistimos a una segunda revolución que protagonizan los citados Kisko, Celia y Paco, pero también otros muchos. El fenómeno, en todo caso, va más allá y produce maravillas como ese libro de recetas cordobesas dibujadas que acaba de publicar el arquitecto Rafael Obrero Guisado -una de las cuales ilustra esta página- o blogs de enorme impacto como el que desde hace años desarrolla la profesora de la UCO Ana Prieto y que se llama Las recetas de mamá. La cocina cordobesa vive momentos de auge e incluso la crisis económica le ha venido bien, como en una de estas tertulias explicó Nacho Pantojo, para depurar, no perder la sensatez y ansiar la excelencia. Todavía se está lejos de eso, de una perfección representada en una cultura culinaria mucho más rica y documentada que la actual, pero el camino se emprendió hace tiempo y no parece que haya algún freno posible.
Razonable pues que Córdoba haya ostentado este año la Capitalidad Iberoamericana de la Gastronomía, porque aquí, en Córdoba, hay algo que se cuece a fuego lento pero efectivo y que se olfatea desde lejos a poco que se goce de curiosidad y sensibilidad. Como la sensación además es que todos los protagonistas de esta historia tan hermosa se conocen y se respetan y hasta se admiran, no estaría de más que a modo de despedida se les convocasen en una gran cena en mesa redonda en mitad de Las Tendillas al modo de las comilonas con las que en la aldea gala de Astérix y de Obélix se celebraba el final de cada una de sus aventuras. Porque en realidad la cocina cordobesa ha vivido hasta ahora una auténtica aventura, y lo mejor es que le quedan muchas otras por vivir. Futuro de esa Galia que es la Córdoba gastronómica, que en su ayer ha encontrado su mañana, y que debería ser uno de los ejemplos a seguir por una economía cordobesa que necesita espejos en los que mirarse. Mientras los tomates, el aceite, el ajo y la telera no nos falten, pócima de salmorejo tendremos para luchar contra las adversidades y salir ilesos. Nuestros cocineros, en cierto modo nuestros druidas, nos indican desde hace décadas el camino que esta ciudad debería seguir. ¿Quién no desearía ser en el fondo tan galo como ellos para vivir alegre, laborioso y feliz? Yo, por Tutatis, juraría que sí.
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