El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
La tribuna
DURANTE muchos años, o mejor hablemos de temporadas, que es fútbol, los madridistas, especialmente, los seguidores de la Selección Española, y buena parte de los aficionados al deporte rey, lo situamos en un lugar privilegiado del santoral balompédico. Lo aclamamos como el Santo y hasta le asignamos algún que otro milagro. Durante muchos años, o temporadas, Casillas fue el mejor portero del mundo, no tenía rival, a considerable distancia del resto. Y eso que le ha tocado convivir con cancerberos de indudable calidad: Buffon, Kahn, Víctor Valdés, Neuer… Durante muchos años, temporadas ya definitivamente, Iker fue algo más que un portero, y junto a Rafael Nadal y Pau Gasol se convirtió en una referencia para los más jóvenes, y en el modelo casi perfecto de deportista. Su beso, arrebatado y espontáneo, en multitudinario directo, a Sara Carbonero, nos humedeció los ojos, tal si contempláramos el desenlace de una de aquellas ligeras comedias de Meg Ryan, cuando marcaba tendencia con sus peinados imposibles. Como se suele decir de los cerdos, de Casillas nos gustaban hasta los andares. Todos, los madridistas especialmente, hemos disfrutado de sus paradas, muchas de ellas geniales, imposibles, irracionales, relevantes y trascendentales por el resultado que depararon, por su espectacularidad, por transmitir ese algo que escapa del orden, de la lógica. Algunos, pocos, penaltis decisivos, la imposible estirada ante el tiro a bocajarro de Perotti o su uno contra uno a Robben, en la final del Mundial de Sudáfrica.
Mucho del encanto de Casillas procede de su humilde origen, un chaval de Móstoles que hace las pruebas para el club de sus amores, acompañado de su padre en un modesto utilitario. Pero la leyenda comenzó a forjarse cuando lo sacaron del autobús escolar para incorporarlo a la concentración de un Real Madrid, acuciado por las lesiones, en un partido de Liga de Campeones. Ese juvenil espigado y alto, y algo enclenque, no tardó en despuntar y en convertirse en el portero titular del Madrid, en primer lugar, y de la Selección Española, poco tiempo después. En estos años, Iker Casillas ha jubilado, y aburrido, a unos cuantos porteros. No me cabe duda de que sin la aparición de Casillas, Víctor Valdés habría sido el portero de la Roja durante una década, o más. Años, varias temporadas, de luna de miel permanente, con toda la afición, más allá de la merengue. Recuerdo cuando los cronistas futbolísticos decían aquello de "este Madrid es Van Nystelrooy o Ronaldo o Cristiano y Casillas y nueve más". Afirmaciones más o menos similares que durante varios años, temporadas, hemos leído o escuchado en diferentes medios de comunicación. Porque tenerlo bajo los palos nos transmitía seguridad, garantía, estábamos plenamente convencidos de que nadie, absolutamente nadie, lo podía hacer mejor que él.
Pero Casillas, lo queramos o no, ya no es ese portero mitológico que nos deslumbró. Podemos encontrar el comienzo de su cenit en sus problemas con Mourinho, en la extraña relación que mantiene con Florentino Pérez o, simplemente, en el paso del tiempo, que todo lo puede. Tengo la impresión de que el deporte de élite desgasta y que cuenta con la caducidad de un yogur, no olvidemos que son ya 16 las temporadas de Iker en el Madrid. Si nos detenemos a pensarlo, la trayectoria de Casillas es muy similar a la de Raúl. Juveniles ambos en su debut madridista, símbolos de la afición y del club durante años, grandes capitanes, auténticos pesos pesados del vestuario, sombrías últimas temporadas. Jugadores incómodos para los entrenadores, para los presidentes de turno, que los consideran como el verdadero poder en la sombra y, por lo tanto, un peligro. También puede ser que alguien que nos ha acostumbrado a lo extraordinario no nos satisfaga, o dudemos de su forma, cuando es simplemente notable. En cualquier caso, los madridistas particularmente, los aficionados al fútbol en general, solo podemos desearle lo mejor y agradecerle todo lo que nos ha ofrecido, que ha sido mucho y muy bueno. Su hornacina en el retablo se lo ha ganado por méritos propios, Santo por siempre.
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