La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
EN mi época de estudiante de EGB me llamó poderosamente la atención la figura de Jorge Manrique. No sé a ciencia cierta el motivo. Quizás fuese la verdad cruda que sobre lo efímero de la vida hace en la obra escrita a la muerte de su padre o, tal vez, la audición de esos mismos poemas en la voz de Paco Ibáñez, que una profesora de prácticas nos puso una tarde de clase. Lo cierto es que aún me sé de memoria alguno de esos poemas. Todavía me dan que pensar que estamos aquí de prestado y que esto se pasa en un abrir y cerrar de ojos, lema que en latín dio título a un cuadro de un pintor que retrató la verdad de la muerte, Valdés Leal.
Cito a Manrique poeta, no al torero vallisoletano que estoqueaba formidablemente con la izquierda, recordando la última estrofa de su primer verso "cualquiere tiempo pasado fue mejor", porque entre los aficionados a los toros convive en exceso la nostalgia y se tiende a mirar poco hacía lo que nos depara el futuro.
Hubo un tiempo, no hace tanto, en que los toros eran el único espectáculo de masas de este país. No había fiesta en que la tauromaquia no tuviera cabida. La fiesta iba siempre aparejada a la celebración de festejos taurinos, lo que hacía que el toreo estuviera estrechamente ligado a cualquier celebración festiva. Cualquier feria, por muy modesta que fuera, contaba con el ritual ancestral del toreo.
Durante el verano, desde la capital hasta la población más humilde, los festejos taurinos se celebraban como algo normal, convocando a mucho público ávido de diversión y que tenía en los toros un espectáculo cercano y propio. Los Tejares, primero, y los Califas, después, abrían sus puertas, no de forma esporádica como ahora, sino de forma frecuente durante el periodo estival. Los festejos taurinos no se ceñían solo a la semana festiva de mayo. En Córdoba había toros por San José, el Domingo de Ramos o Resurrección, en el Corpus, la Ascensión, por San Juan, en incluso por Santiago Apóstol, teniendo la temporada su broche final a finales de septiembre. Plaza de temporada, como debe de ser una plaza de su categoría.
También había lugar para los festejos de promoción de noveles. Las añoradas nocturnas. Aún se recuerdan con sus rifas para atraer aún más público. Jóvenes, y no tan jóvenes, que buscaban su oportunidad para cambiar su destino. Gentes que sin apenas oficio, hoy llamado técnica, y sin haber toreado apenas, se jugaban el pellejo ante reses destartaladas, en ocasiones de media casta, o con vacas decanas del campo bravo. Algunos, los menos, paladearon las mieles del éxito, otros se dieron cuenta de que no estaban llamados para el arte de Cúchares.
Mientras tanto, por la provincia se daban festejos en las ferias más importantes. Siempre fue así. En la época de bonanza que trajo esta crisis que tanto se ha llevado, los festejos taurinos se multiplicaron. Localidades de poca tradición llegaron a ofrecer espectáculos de toros durante sus días festivos. Las plazas de más solera, caso de Cabra o Priego de Córdoba, en varias fechas del calendario. Otras como Montilla, en una portátil que pudo dar lugar a otra de construcción, llegó a albergar un importante ciclo de novilladas por el que pasaron todas las figuras del escalafón inferior, de los que algunos posteriormente llegaron a alcanzar la vitola de figura.
Hoy los espectáculos de ocio se han visto notablemente diversificados. El estado del bienestar ha traído actividades que en otro tiempo serían impensables. Los toros han cedido mucho terreno. Aún así es el segundo espectáculo de masas del país, generando a través de los impuestos unos pingües beneficios al Estado, aunque los indocumentados detractores de los toros afirmen que somos subvencionados con partidas de dinero público.
Ya que hablamos que dinero público, hay que aclarar que no se debe de subvencionar desde ayuntamientos a empresas privadas que buscan un beneficio económico. El empresario de toros debe acudir con ideas frescas e innovadoras para meter gente en la plaza y dejarse de mendigar un dinero prometiendo carteles y combinaciones que restan más que aportan. Eso ha sido la causa de que muchas plazas hayan tenido que echar el candado, o bien, rebajar sus pretensiones en cuanto a carteles y categoría de los festejos. En cuanto los ediles sensatos y coherentes han decidido dejar de prestar apoyo económico a los toros, los profesionales han desistido de jugarse su cartera, bonito ejemplo, y han huido como alma que lleva el diablo.
Ese es el romanticismo que impera en la fiesta. Es el maldito sistema que pretende ganar arriesgando lo mínimo y sin importarle un bledo su futuro. El sistema que pone a sus toreros feria tras feria sin méritos para ello, taponando la regeneración de un escalafón podrido y plegado igualmente a sus míseros intereses de rentabilizar su poder sin exponer siquiera un alamar. La fiesta necesita una evolución que pasa por la regeneración de este injusto sistema que la copa y daña cada día más. Es la hora, con la que está cayendo, de dar un golpe en la mesa; sino sólo nos quedará la nostalgia y decir que cualquier tiempo pasado fue mejor.
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