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Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
DE poco, o nada, sirve defender la cara más tradicional de la fiesta de toros. No ya su particular idiosincrasia, sus valores antropológicos, culturales o artísticos, sino su versión más pura y ortodoxa. Una fiesta en la que el toro, asiento fundamental de ella, debe recuperar su pujanza, su casta, su peligro y su integridad, para que el dinamismo en la lidia gane protagonismo ante lo previsible y cotidiano. El tratar de evolucionar, algunos hablan de involución, hacía un nuevo modelo, donde el toro vuelva a ser el protagonista, no es más que una causa que se antoja perdida. De nada sirve a los aficionados que la reclaman como la panacea para el resurgir definitivo, ni tampoco a un sector, cada vez más minoritario, de la prensa defensora de tal concepto. Es predicar en un desierto donde nadie escucha y los pocos que lo hacen, al final terminan desengañados.
Este tipo de aficionado quedará solo ante el modelo que se impone. Será como Simón, el del desierto, aquel que retrató Buñuel en solitario en lo alto de su columna. Será la nota discordante ante una fiesta amable, donde primará lo mediocre y superficial sobre la verdad, la emoción y la tragedia. Al final quedará solo, o se verá obligado tal vez, a engrosar las filas de los seguidores de esta nueva versión del toreo que cada vez está más presente en los ruedos.
Mucho se habla de la falta de cultura taurina del nuevo espectador. La juventud que acude a las plazas es hija de esta nueva fiesta. En sus gustos prima el triunfalismo, los trofeos, el torero mediático y, sobre todo, la poca importancia del toro al que apenas valoran. Cantan los pares de El Fandi como si fuese Gaona, hablan del poder de El Juli sin saber quiénes fueron Marcial Lalanda o Domingo Ortega y aplauden las estocadas de Manzanares desconociendo la figura de Rafael Ortega. Hablar de toros con ellos es comprobar sus carencias y su desconocimiento. Esto hace que sean fáciles de manipular por el sistema imperante que mueve los entre bastidores de la tauromaquia. Son ellos los que acuden a las plazas las tardes de relumbrón para presenciar la fiesta al uso donde la verdad brilla por su ausencia. Por contra, defenestran todo lo que no defiende el sistema. Se escudan en que los encastes en peligro de extinción son minoritarios porque no embisten; al toro encastado lo califican como morucho y a los toreros que a ellos se enfrentan no sólo los ignoran, sino que les restan la importancia que tienen al enfrentarse a un toro muy alejado del que lidian los figuras; y, lo que es peor aún, no acuden a la plaza las tardes donde no están acartelados sus toreros de cabecera con el medio toro de las ganaderías plegadas a sus intereses.
Es predicar como los anacoretas. Los que propugnan otra fiesta distinta son tomados por locos como aquellos. El ejemplo gráfico se ha vivido recientemente en nuestra provincia. De poco ha servido la lucha de aquellos que pedían toros-toros y toreros "machos" que los mataran. El fiasco fue mayúsculo muy a pesar de la promoción y difusión de un cartel inédito por estos predios, pero con interés más que suficiente para que la plaza de toros de Priego de Córdoba hubiera tenido una entrada de reventón.
Los "albaserradas" de Adolfo Martín no fueron reclamo bastante para un público que prefirió el todo "domecticado" de José Luis Marca. Un público que acudió en masa para ver los caballazos de Hermoso de Mendoza, el destoreo, una vez más, de El Fandi y la previsibilidad de Castella. Un público que se perdió el toreo macizo de un López Chavés, la añeja puesta en escena de Javier Castaño y la frescura de un Manuel Escribano curtido en mil batallas. Un público que aplaudió lo cotidiano, pero que se ausentó el día donde la lidia tuvo un dinamismo sin tiempos muertos, ni lugar tampoco para la distracción. Los que no fueron se lo perdieron, aunque dos días antes sí gustaron del moderno concepto de la tauromaquia.
Priego de Córdoba fue un ejemplo cercano, pero es preocupante que el gran público se aleje de la pluralidad y diversidad de la fiesta. De alguna manera hay que hacer comprender que este tipo de corridas también forman parte del toreo. Hay que verlas como algo habitual y desterrar de una vez la división entre los mal llamados festejos toristas y toreristas. Causa perdida. Es como el Simón de Buñuel. Seguiremos en lo alto de la columna, predicando para convertir a los fieles, o esperando la tentación del demonio para convertirnos en nuevos creyentes de lo que se ha venido a denominar Tauromaquia 2.0. La fiesta incruenta sin suerte de varas, ni muerte. Como se ha visto esta semana en Albacete, donde un Juli retorcido "salvó" la vida a un manso en el caballo y tontorrón en el tercio final. Son los conceptos que nos quieren imponer. El demonio que nos quiere engañar a los que seguimos predicando la verdad, aunque sea en el desierto.
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