El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
La tribuna
ESTAMOS plenamente convencidos de que la vida es complicada, eso no hay quien lo dude ni lo ponga en cuestión. Pero yo, con frecuencia, tengo la impresión de que nos la hacen más complicada de lo que realmente es y que todas esas complicaciones supletorias que vamos añadiendo a nuestra rutina diaria construyen esa complejidad que nos creemos como si se tratara de un dogma de fe. Hay dificultades muy comentadas, así, a vuela pluma: ¿por qué lo llaman abrefácil si es mentira? Es fácil abrir el bote de tomate si utilizas las tijeras, claro. Pero, ¿dónde están las tijeras? Las tijeras, como las pinzas de depilar, el metro o el cargador de la videoconsola cuentan como autonomía propia, nunca nadie sabe por dónde andan. Pixar debería plantearse rodar una versión de Toy Story, pero con electrodomésticos y utensilios del hogar. Yo los imagino así, jugando al escondite con nosotros, regocijándose con nuestros enfados. Y las lonchas de queso, ¿qué me dice? ¿Tal difícil sería imprimir una flechita roja que nos mostrase el camino? Y ya no voy a escudriñar sobre esos picos de queso que nos dejamos en la esquina, que daría para un mayor y más intenso debate. Envases sin esquinas, por favor. En este catálogo de las cosas complicadas que son las que realmente hacen nuestra vida complicada se encuentra esa célebre y reflexiva máxima que nos remite a la tradición, a lo que se ha hecho siempre, a las cosas son como son, para seguir haciendo determinadas cosas que no tienen absolutamente sentido o que consiguen que nuestra vida sea más complicada. Un ejemplo ilustrativo: la fecha de apertura y cierre de las piscinas comunitarias.
Siempre está el típico vecino que, enarbolando la bandera de la tradición o la de las cosas han sido siempre así, sentencia con firmeza: la piscina se abre al vecindario el 15 de junio y se cierra el 15 de septiembre, y ya da igual que el 30 de mayo estemos a 40 grados y mires la piscina con una mezcla de odio y pena o que el 1 de septiembre esté diluviando y el socorrista se encuentre bajo el único trozo de toldo que ha resistido la tromba de agua, leyéndose la décima novela de la temporada, por puro aburrimiento. Las cosas son como son. No me cabe duda que el mayor y más incongruente ejemplo es el del cambio horario, que acabamos de padecer. Todavía no hemos asimilado los regresos: al trabajo, al colegio o a la Universidad, los días se tornan grises, a ratos lluviosos, las terrazas comienzan a despoblarse, los jardines a exhibir alopecia, y cuando más necesitamos un gesto cálido, una caricia, medio beso aunque sea, van y nos quitan de un plumazo esos cenitales y velazqueños atardeceres de otoño. ¿Por qué? Porque las cosas son como son y siempre han sido así, aunque real e históricamente no siempre hayan sido así. La ocurrencia del cambio horario es obra, no me gustaría a mí pasar a la posteridad por semejante despropósito, de un tal Ben Franklin, durante su estancia en París como embajador de los Estados Unidos. No le aburro, en Google se lo cuentan de fábula, especialmente en el enlace de National Geographic, pero así groso modo, la historia va, o iba, porque ya no tiene sentido, de ahorro energético y tal, tampoco me haga mucho caso que cuando algo se lee malhumorado, se lee malamente y con intención de que dure lo menos posible en la memoria. Ben Franklin, no te quiero en mi memoria.
Creo que no es necesario reiterarlo, pero lo hago con gusto, aborrezco este cambio horario que nos condena a la oscuridad del invierno más oscuro, que mengua los gritos de los niños en el patio, que nos encierra en nuestras casas, que nos sombrea en las aceras, cuando pasamos bajo las farolas. Aborrezco este cambio horario que se justifica con justificaciones injustificables, que se confabula con las cerraduras, las mantas y las mesas camillas, que mantiene serenos a los pocos serenos que quedan, que palidece nuestras caras. Aborrezco ese las cosas son como son y hay que seguir haciéndolas porque siempre las hemos hecho, aborrezco las imposiciones impuestas desde la sinrazón, aborrezco estos días reajustados por la ocurrencia de ese tal Franklin que no quiero recordar. Con lo fácil que sería indicar, con una flechita roja, la apertura del queso en lonchas. Y así, todo lo demás. Redondeadas las esquinas.
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