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Carlos Colón
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La tribuna
ME temo que en España tenemos la insana tradición de calificar ideológicamente diferentes tradiciones, comportamientos o rituales con demasiada facilidad, como si estos pudieran agruparse o explicarse desde ese punto de vista. Y no. O sí. Pero no. La imagen de la semana, o una de las imágenes, nos la ha ofrecido el torero, empresario y personaje del mundo rosa Francisco Rivera Ordóñez, toreando una vaquilla con su hija de cinco de meses agarrada de un brazo. No es un imagen gratificante, tampoco ejemplar, se mire desde el punto de vista del que se mire. Hablemos de sentido común, que por desgracia no es el más común de los sentidos, si no todo lo contrario. Y no creo que sea necesario explicar los motivos, y si alguien necesita de argumentos para entenderlos le recomendaría que se mirase lo suyo, y en profundidad. Francisco Rivera ha justificado su comportamiento explicando que su hija no va a estar en ningún sitio más segura que en sus brazos y recordando que su padre, Paquirri, también le hizo lo mismo. Y ha adjuntado fotografía demostrativa, todo un detalle. Desde ese punto de vista, evocando al pasado, deberíamos seguir ofreciendo a nuestros hijos una copita de anís para abrirles el apetito, obligándoles a tomar una cucharada de aceite de ricino, ofreciéndoles una calada de nuestro cigarro para jolgorio colectivo o qué sé yo. También podríamos recuperar, ya puestos, el tirón de patilla cuando no se sepan la tabla del cinco, una cachetada a tiempo o las orejas de burro. ¿Por qué no recuperar todas esas tradiciones del pasado? O más, volvamos a viajar en carreta, a utilizar palomas como mensajeras o a lavar la ropa en la pila, a la orilla del río, venga.
Hay quien ha comparado la acción del torero con la de la diputada de Podemos, Carolina Bescansa, llevando a su hija al Congreso de los Diputados. Aunque lo de la política es una irresponsabilidad, incluso una frivolidad, no es comparable con lo del torero, ya que aparentemente no puso a su hija en peligro. En cualquier caso, son censurables las dos imágenes, pero a muy diferente intensidad y por muy diferentes motivos. Esnobismo y temeridad. Algunos compañeros de profesión, han colocado en sus redes sociales imágenes similares, a modo de solidaridad corporativa con el torero. No creo que haya sido una buena idea, y muy especialmente ahora que la tauromaquia está atravesando por el momento de su mayor desapego social. Desapego que no solo está cimentado por la clase política, de vez en cuando es bueno mirarse en el espejo, con la cara recién lavada. Y campaña antitaurina es lo que precisamente ha hecho Fran Rivera y algunos de sus compañeros de oficio. Tampoco comprendo a todos aquellos que han aprovechado la temeridad de Rivera para volver a descalificar el mundo de los toros, cuando no existe relación alguna. No comprendo este comportamiento, como tampoco entendería el de un piloto de Fórmula 1 que conduce con su bebé bajo el brazo o el de un trapecista que realiza sus piruetas con su hijo entre las manos. No confundamos el hecho, el interés superior del menor, con el decorado. Tampoco vale la respuesta: los hijos son nuestros. Ordene correctamente las palabras y verá como cambia el significado, que sean nuestros hijos no quiere decir que sean nuestros, no son una propiedad, un objeto que manejo a mi antojo, con el que hago lo que me da la gana.
Me cuesta entender, cada día más, esa España de cayetanos, bertines y franes, de caballitos y medallitas en la pechera, educación relamida y casposa, clasistas por definición, machitos por excelencia, que se siguen divirtiendo con las guasitas del pasado, esas de como toda la vida de Dios, como si se tratara de una ley de obligado cumplimiento. Esa España cateta, que se vanagloria de su incultura, que desprecia todo lo nuevo, todo lo que no es como ha sido siempre, todo aquello que no forma parte de su estilo de vida, aunque sea un estilo siglo XVII. Entonces, acorralados por su propia sinrazón, nos tildan de intolerantes y demandan respeto. Poco respeto merecen cuando no respetan, poniendo en peligro, a quien más respeto merece: un menor. Sentido común, tan sencillo y tan complicado al mismo tiempo.
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