La Gloria de San Agustín
Rafalete ·
El frío de fuera
EL toreo de hoy está hueco de héroes. El motivo de esto puede ser achacable a diversos factores. Tal vez, y quizás, el más importante sea la falta de un rival más agresivo. Un toro encastado, fiero y bravo que venda cara su vida. Con ese tipo de animal, de más rudo comportamiento, el hombre acrecentaría su halo de heroicidad. Con el toro suave y desprovisto de carácter que se lidia hoy es muy difícil que el hombre sea admirado como oficiante de este rito milenario que conocemos como tauromaquia.
El torero de hoy no alcanza la cota de adalid que antes tuvo en la sociedad. Lo ha perdido totalmente. El torero, por la humanización constante de la fiesta, y también de la ciudadanía, se ha visto despojado de toda su aureola heroica. Antes muy pocos se sentían capaces de emular a los espadas de turno. Hoy muchos espectadores, de los que se sientan en los tendidos, pontifican y sentencian, ninguneando lo que hacen los espadas en la arena, tanto que se ven capaces de hacerlo corregido, y en ocasiones hasta mejorado. La culpa no es otra que la pérdida de rudeza del toro que se lidia hoy en las plazas.
También ha influido la falta de personalidad del torero moderno. Los toreros de hoy son tan semejantes entre sí que en ocasiones parecen clonados unos de otros. Sus faenas son tan similares que parecen elaboradas por mentes con el mismo pensamiento común. Se ha perdido, salvo contadas excepciones, ese toque personal que hacía a cada torero diferente entre sí. Ese toque, o ese don, que hace a un torero único y personal está prácticamente perdido a día de hoy.
Personalidad en el toreo. ¡Qué poca va quedando! Y para colmo esta semana se fue una tan particular y grande que será irremplazable. Se fue en silencio, postrado en un hospital de la Guadalajara mexicana, tras ser volteado feamente por un torillo, sin peligro aparente, unas semanas antes en la modesta plaza de Ciudad Lerdo, en el estado de Durango. Un torero único, tal vez anacrónico para esta época, heterodoxo, rebelde, barroco y único. Nos dejó El Pana, el último romántico de una fiesta única y mágica.
Muchos tuvieron conocimiento de su figura cuando una noche de Reyes, vestido con un desvaído terno rosa y plata con remates negros, brindó la faena de su despedida en la México a las busconas de la vida. Luego cuajó a ese otro una faena mágica, única y aderezada con su personalidad. Aquella despedida, como él afirmó a posteriori, se convirtió en la resurrección de su personaje. Un personaje pintoresco. Dotado de una singular verborrea, mezcla de modismos aztecas, castellanos e incluso romaní, que dejo sentencias claras y transparentes que no hicieron más que acrecentar su figura.
Una figura que podría ser tachada de anacrónica, pero que a él le sentaba genial. Sus coloridos pañuelos de seda al cuello, sus sombreros y sus gorras irlandesas semejantes a las que luciera Belmonte en la edad del oro del toreo. Su rebeldía ante un sistema injusto, que sólo favorecía a los de su entorno, y que le llevo a dar con sus huesos en la cárcel hasta en siete ocasiones. Su calvario con el alcohol, el toro de Domecq o el de Osborne como él decía, contra el que luchó y finalmente pudo vencer, bebiendo luego cantidades ingentes de zumo de naranja.
Rodolfo Rodríguez El Pana. El último torero con un halo mágico y propio. El del toreo lleno de improvisación y barroco colonial. El de los churriguerescos lances con el capote, émulo de El Gallo en banderillas, rememorando el par del trapecio, el creador del par de Calafia, el muletero improvisado con reminiscencias de Garza o Procuna clavando la oreja en la hombrera. Un torero que bebió de muchas fuentes, pero que unificó todo en una tauromaquia tan personal que ha muerto con su personaje.
Dos sueños tenía aquel al que llamaron Brujo de Apizaco. Uno, morir en la plaza. Lo ha conseguido. Aunque haya muerto en un frío hospital, ha sido a consecuencia de una cogida en el ruedo. El otro se quedo sin cumplir. No era otro que su confirmación en Las Ventas. Sobre una silla quedó un terno vainilla con bordados en plata y azabache que se hizo hacer para la ocasión. El sistema, aquel contra el que tanto peleó, se lo impidió. Lo que no le ha impedido nadie es entrar en la leyenda y convertirse en un nuevo mito del toreo. ¡Gloria a El Pana!
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