El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
La tribuna
COMO Pessoa, ando sumido en el desasosiego desde que leí, en este mismo periódico, que Rafael ya no es el nombre favorito de los cordobeses para sus nuevos retoños. ¿La Maldición de los Maya era esto? ¿Una irracional consecuencia del agujero en la capa de Ozono? ¿La venganza de Jordi Hurtado por burlarnos de su televisiva longevidad? Alguien me tiene que explicar esto, que no podría haber imaginado ni en la peor de las pesadillas. Que alguien me lo explique, por favor, que alguien pare esto, que el mundo se desmorona a mi alrededor, como en una canción mala. Y que conste, y hago constar, no eximo mi culpa, que yo no cumplí con esta tradición a la hora de escoger nombre para mi hijo, espero que el cordobesismo más esencial y tradicional no me lo tenga en cuenta y perdone esta afrenta. Es un tema profundo, de calado, no lo dude. Y en esta semana que Córdoba ha sido capital del mundo mundial del debate, por el evento universitario que hemos acogido, debería haber utilizado como gran tema de discusión esto mismo, que Rafael ya no es el nombre favorito de los cordobeses. Mucho más importante que Pokemon, faltaría más. Y lo que me parece más alucinante, teniendo en cuenta que la noticia se encuentra en la cúspide de lo absolutamente alucinante, es que Rafael haya sido desbancado por Manuel, que si bien es un nombre de los "de toda la vida", bonito, corto, concreto, pero al que no le hallo la relación con Córdoba. ¡No lo hallo, no me hallo! Habrá que investigar, porque lo que tengo claro es que esto no puede quedar así, necesita de su poquita de reflexión y pensar y repensar lo sucedido. Porque lo sucedido tiene su miga, sí, téngalo claro, porque se empieza por esto y se acaban admitiendo los flamenquines de jamón york, el salmorejo de supermercado (sin huevo duro y su poquito de jamón picado), los caracoles con salsa barbacoa, el tinto de verano como bebida cordobesa, las torrijas con miel y los peroles sin magro y sin vino de Montilla, y el que avisa no es traidor. Que se empieza admitiendo una cosa, y se acaba celebrando San Fermín como si lo lleváramos haciendo doscientos años.
Debo de reconocer que me encantan estas noticias que nos lanzan cada año en referencia a los nombres que escogemos para nuestros hijos y que no hacen más que dejar constancia de la realidad social por la que atravesamos, nos guste o no. Y así descubrimos que Serrat ha "bautizado" a miles de niñas en nuestro país, ya que la avalancha de Lucías se la debemos al genial cantautor. Curiosamente, décadas atrás los Víctor Manuel y las Anas Belén fueron tendencia, cuando la pareja de cantantes estaban en su máximo esplendor, y no en su décima resurrección, que es la situación actual. Mejor no recordar las Esmeraldas, Topacios y Cristal del pasado, que fueron abundantes en su momento. Mi nombre, como el de muchos, es herencia familiar, una tendencia que parece remitir con el paso de los años. Cuando yo nací, los nombres estrellas, no sé si nacional, regional o solo localmente, eran Francisco Javier y Raquel o Esther, y recuerdo bastantes amigos y amigas así denominadas. No sabría explicar la procedencia, aunque seguro que un rastreo por Google nos ofrece algunas pistas o no, que tampoco es tan infalible como muchos de nosotros imaginamos. No busque síntomas de enfermedades, le ruego.
Yo no sé si el Alejandro actual es por el Sanz, por el Magno, por la canción de Lady Gaga o por el Conde de los programas rosas, espero que no, como tampoco sé de dónde procede la María o el Manuel actuales. Tal vez por la León, por la presentadora de informativos, por el portero del Bayern de Munich o por Carrasco, el cantante, no mi amigo que tan deliciosas hamburguesas, jamones y chacinas elabora. No lo sé, tampoco me apetece averiguarlo. Lo único cierto es que nuestro nombre es nuestra primera carta de presentación, incluso antes que nuestro aspecto, aliento o voz, y que deberíamos elegirlo con esmero y cuidado. Sobre todo, porque lo escogemos para otros que todavía no pueden decidir por sí mismos y que, aún así, habrán de apechugar el resto de sus vidas con nuestra particular elección. Y como en casi todo, haga con los demás lo que le gustaría que hiciesen o hicieran con usted.
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