Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
La tribuna
TENGO amigos que se pasan las horas en Internet buscando esas legendarias bicicletas de los ochenta que reinaban en las calles de nuestra juventud. Esas bicicletas que contaban con nombre propio como el caballo del Cid, antes de que llegaran las grandes superficies e impusieran el anonimato. Bicicletas, en la mayoría de las ocasiones, con mecanismos y materiales más arcaicos y rudimentarios que los empleados en la actualidad, más incómodas y pesadas. Y más caras, mucho más caras si uno se detiene un instante a establecer la lógica relación entre dinero y tiempo. Haga las cuentas. Yo mismo me he sorprendido rastreando en la Red a la caza de una Motoretta, que era la aristocracia de las bicicletas de mi juventud, un sueño imposible para la economía familiar. Un bici elefantina y armatoste, poco manejable, como la mayoría de todas esas bicicletas que tratamos de recuperar del pasado. Es cierto, en todo lo cuantificable, en todo lo analizable y comparable materialmente, y sin tener en cuenta los criterios estéticos -ahora son bastantes más feas-, es absurdo comprar una bicicleta con veinte o treinta años de antigüedad si no es para ponerla en un escaparate o como mero elemento decorativo. Bicicletas, automóviles, videoconsolas o equipos de sonido, da igual. Afortunada o desgraciadamente, para gustos colores, no siempre acudimos a la lógica, a la razón y a lo cuantificable a la hora de tomar nuestras decisiones. En la moda también nos seducen, o tal vez sería mejor decir: colman nuestros deseos, con modelos e imágenes de aquellos años ochenta y noventa que tenemos tan idealizados y que con bastante probabilidad no fueran para tanto. Eso sí, nosotros éramos más jóvenes, muchísimo más jóvenes, asquerosa e insultantemente jóvenes, unos primerizos en todos los sentidos y aspectos. Y cuando recuperamos camisetas, macutos, automóviles, discos, artilugios varios, películas, libros, anuncios o bicicletas de aquellos años puede que, de un modo que nos cuesta entender o que, simplemente, no queremos explicar, llegamos a creer, no sé si a sentir, que volvemos a ser esos jovencitos que un día fuimos. Y no, conjuguemos el verbo en presente, como poco.
No es de extrañar el furor, el éxito arrollador y contagioso, de Stranger Things, la serie de televisión que ha cautivado a millones de espectadores en este interminable verano que ya dura más de lo que nuestros cuerpos y aires acondicionados están dispuestos a resistir. El sueño de las compañías eléctricas, para desgracia de nuestras cuentas corrientes. Calores aparte, que es un tema cansino, calino e insomne, Stranger Things es un combinado en el que han añadido multitud de ingredientes, sabores y colores de la denominada cultura popular que nos hipnotizó en el pasado, y que ha marcado a varias generaciones de espectadores/consumidores. Porque en Stranger Things puedes encontrar a Los Goonies, Superocho, Stand by me, Alien, Poltergeist, ET, los Bicivoladores, Los Cinco, V y yo qué sé cuántas películas y series más. Hasta las canciones que aparecen y la banda sonora original forman parte del evidente y estudiado homenaje a los ochenta que encontramos, un plano tras otro.
He disfrutado viendo Stranger Things, del mismo modo que disfruté viendo y escuchando todas las raíces sobre las que crece, pura obviedad. Es muy fácil caer en todas sus "trampas" emocionales, ya que éstas, seamos sinceros, están perfectamente diseñadas, calculadas y encajadas, conformando lo que podríamos definir como un gran "puzzle de nuestra memoria de cultura visual". Con toda seguridad, este revival ochentero al que estamos asistiendo tenga una explicación muy sencilla: productos destinados a la franja poblacional que cuenta con las mayores posibilidades económicas para el consumo. Tal cual. En cualquier caso, tengo la impresión de que celebrar en exceso el pasado, concederle toda la autoridad a la memoria, por encima del presente, de la realidad, no es una buena idea. Corremos el peligro, el gran peligro, de apartar la vista de la carretera, obsesionados con mantener nuestra mirada en el espejo retrovisor. Y la realidad, hoy, este día, mañana también, es esa gran roca que han colocado en mitad de la carretera. Si pretende seguir formando parte del presente, y sobre todo del futuro, le sugiero que la esquive y se despida de la Motoretta, viendo como se aleja en el retrovisor.
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