Joaquín Pérez Azaústre

La luz del verdinal

Reloj de sol

27 de noviembre 2008 - 01:00

EL valle de Los Pedroches, como confín y como realidad, ya existía antes de que Alejandro López Andrada comenzara a escribir. Esto, que en el fondo es una obviedad para cualquiera que viva en la comarca o haya vivido allí, no se hace tan nítido, en cambio, para un sujeto ajeno a Los Pedroches que sí haya leído un libro suyo. Está claro que el Puerto del Calatraveño es anterior, y las Minas del Soldado, y el crepúsculo de Dos Torres, y el faro de vigía de Pedroche, y Villanueva del Duque, y un cielo azul cobalto que se alza en la planicie como un telón metálico. Sin embargo, leyendo cualquiera de los libros de López Andrada, a uno le da la sensación de que esta comarca antes no existía, porque se la ha inventado él, porque la ha ido escribiendo libro a libro, prefigurando, diseñando concienzudamente libro a libro.

Conceptualmente, no hay mucha diferencia entre la geografía literaria de López Andrada y la de cualquier otro escritor, tipo Benet con Región o García Márquez con Macondo; y no me refiero aquí al estilo de la prosa, que en cada uno es cosa distinta, sino al concepto de geografía literaria: porque cualquiera de estos escritores, como también Juan Rulfo, o William Faulkner, cantan a un territorio perdido, narran un espacio que ya no les pertenece, y que probablemente no les perteneció nunca, salvo quizá a sus padres. En el fondo, todo escritor acaba hablando de sus padres, de sus abuelos, del tiempo que jamás conocerá, porque es también la forma de imaginarlos jóvenes, de hacerlos compañeros en el viaje. Ha sido tan porosa esta reconstrucción en el caso de Alejandro, ha llegado a tal extremo de minucia sobre todo en sus libros de narrativa, en sus novelas y en sus dos ensayos, El viento derruido y Los años de la niebla, que uno casi siente que Alejandro es el arquitecto subterráneo de esta soledad de Los Pedroches. Precisamente el prólogo de el segundo de estos títulos, lo titula José Manuel Caballero Bonald Crónica de un mundo perdido, porque es un mundo perdido.

Que en la obra de Alejandro López Andrada hay tristeza y hay melancolía es algo evidente, porque así es su mirada y su rigor de ausencia; sin embargo, no es añoranza por la edad difícil, ni por los tiempos terribles, sino por una simple pureza del espíritu, por una temperatura familiar que ha venido a ser su propio origen. Por todo esto, la feliz recuperación por parte de Puntoreckamo de La luz del verdinal, después de haberse estrenado la película El libro de las aguas, es un verdadero acierto editorial, porque quizá este libro es el más optimista de Alejandro, y hasta el más divertido y luminoso, como un balcón del valle que mira receloso a la alegría.

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