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EDUARDO García ha ganado el Premio Nacional de la Crítica, en su modalidad de poesía. Y me siento tan feliz de ello como si fuera yo mismo. Lo es porque es mi amigo, porque tengo la sensación de haber nacido del mismo tronco. Lo es porque su premio responde de alguna manera a la justicia de los merecimientos. A las renuncias por el trabajo en silencio, callado entre libros, casi sin ruido. Pero sobre todo, a un excelente libro, La Vida Nueva, que por cierto escaseaba hasta ayer mismo en la Feria del Libro. Una satisfacción singular, una tonelada de autoestima y reconocimiento para un poeta sobresaliente.
Para los que no estén muy duchos en el tema de la poesía aclararé qué significa este premio. En 2008 se han publicado unos 4.500 libros de poesía en nuestro país, de los autores, tendencias, estilos y procedencias más diversas. Los hay mayores, los hay jóvenes. Pues bien, éste es el mejor de todos ellos, para la entidad que aglutina a los críticos españoles. Una asociación que cada año se toma la molestia de analizar la creación literaria española y toma la difícil decisión de elegir colectivamente y por consenso un libro entre otros muchos. Y es difícil, porque este grupo de persona porque tiene que evitar caer en algunas tentaciones. La primera, la de los escritores más mediáticos, y en el caso de la poesía pueden ser novelistas que prueban la poesía; jovencísimas promesas a las que dar juego; poetas mayores a punto de espicharla a los que se le debe por no habérselo dado años anteriores; editores que aprietan para arrimar el ascua a su sardina; otros críticos; o profesores de universidad a los que pagar favores.
Nada de eso hay en Eduardo García. Para colmo, tampoco tiene unos apellidos rumbosos que le defiendan. Tiene, eso sí, una biblioteca bien amueblada, la vocación inquebrantable por la escritura y por no vencerse a la tentación de lo fácil. Es el triunfo de la humildad, de la palabra por la palabra, de lo escrito en casa en soledad. Lo digo porque en estos casos cabe la tentación de amarrarse a la corriente fértil, de confundir las voces con los ecos. El éxito de Eduardo no está motivado por el ambiente poético de Córdoba, por esos ecos, por esa capitalidad de la poesía que parece atesorar en los últimos años. La voz de Eduardo, con la de otros poetas, es justo lo contrario: la causa de este germen, voz que genera ecos. Eduardo ya era un poeta sobresaliente y reconocido mucho antes de que la poesía se pusiera de moda en nuestra ciudad. Obras sólidas como la de Eduardo hicieron que la crítica especializada y la opinión pública cultural se fijaran en lo que pasaba en esta ciudad de provincias.
En todo caso, quizá debamos hacer un ejercicio de memoria y de justicia. Cuando un grupo de entusiastas empezábamos en esto, nuestro referente era la Posada del Potro, donde gracias a la labor de Pedro Roso y de su equipo, un puñado de poetas jóvenes pudimos conocer y relacionarnos con la poesía que se hacía en España a principios de los noventa. No hubo otras ayudas, ni por los poetas mayores -entretenidos en otras batallas y otras latitudes- ni, salvo algunas excepciones, por la Universidad, como así ocurría con los poetas granadinos. Eduardo García estaba ahí. Pero sobre todo, Eduardo estaba en su casa, leyendo, estudiando, escribiendo. Y esa labor de hormiga es la que le ha llevado a este premio.
De su obra, por supuesto, se beneficia toda la ciudad, porque será otro motivo más para que los ojos de toda España vuelvan a Córdoba. Cosmopoética es un festival que beneficia a la poesía y a Córdoba. Pero el éxito de un Premio Nacional de la Crítica es atribuible en exclusiva a Eduardo García, a las horas delante del folio. Porque es el premio a un libro y a una persona, y no a una ciudad o a un ambiente literario. Eso no quiere decir que no nos sintamos partícipes del mismo. Yo, por amistad y por sentido colectivo, insisto, me alegro como si fuera mío. Y estaré muy feliz cuando la ciudad reconozca el valor que tiene este premio.
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