El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Miki&duartereloj de sol
JESÚS de Galilea, ese hombre totémico en el aire, esa calma especial, casi espiral, henchida de una recia humanidad, jamás negó el sacramento de la comunión a nadie. Precisamente por eso, Jesús de Galilea era el Hijo de Dios: por saber poner cerca de su manto, de su mano de extensa latitud, el latido febril de los más frágiles, de los más desterrados por la vida. Jesús estaba allí para mostrarles que el amor era la única virtud, a todos y a uno mismo, y que empezando por el amor cercano y sensorial se llegaba también al de los otros, que era el pueblo de Dios, su extensión plena. Si el único mandato era el amor, estaba por encima de la ley. El amor, para Jesús, estaba por encima de la ley del mismo modo que el sabat sí estaba hecho para el hombre, pero no el hombre para el sabat. Desde entonces, el mensaje ha vivido entre los hombres, pero a veces mermado, sin matices. Hay quien sigue pensando que es el hombre quien está diseñado para el sabat, pero no el sabat para el hombre, y que la ley del hombre, entonces, viene a estar por debajo de la ley de Dios, que es palabra de amor esencialmente, ignorando así el mensaje principal que luego costó la vida a Jesucristo.
A Jesucristo le costó la vida trasladarnos triunfal su buena nueva, pero luego ganó el cielo de la Resurrección. El cielo verdadero, irrenunciable, lo ganó con nobleza terrenal, izando con el viento de los débiles una nueva ética, la del encuentro, la de un amor plural y no servil, un amor honrado hacia los hombres. Fue así como se hiló toda una poética vital que ha servido después de inspiración a un sin fin de hombres en el mundo que, hasta hoy, han querido servir a los demás con una inapreciable dignidad. Sin embargo, la densidad moral de este mensaje ha venido a viciarse entre los hombres, porque en esta imperfección radica, esencialmente, la misma pulcritud de su pureza. El discurso, su humanidad transida de idealismo, no podrá gastarse por los hombres, pero sí se malgasta, o se desprecia, o se envicia o se elude, cuando otros sacerdotes, herederos quizá de los que oyeron quejas de mercaderes en los templos, vuelven a la idea reaccionaria de que es el hombre quien está hecho para el sabat, y no al revés.
Jesús de Galilea, el primer revolucionario, el primer desembarco en la utopía, la huella más rotunda del dolor y de la confianza entre los hombres, una luz intacta y primigenia, jamás negó el sacramento de la comunión a nadie y tampoco lo haría hoy, cuando los mismos fariseos de entonces salen a su encuentro en plena calle. Jesús, hoy como ayer, se habría vuelto a enfrentar al fariseo.
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