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EL hilo que recorre Gimferrer con la principal poesía del siglo ha pasado por Córdoba ya antes. Un jovencísimo Pere, conocido entonces como Pedro, mantuvo una correspondencia fecunda y amistosa con Ricardo Molina, que era un grupo Cántico dentro del mismo Cántico, porque el otro era Pablo. Dentro del desierto ocre de posguerra, en el que brillaban como gotas de luz parpadeante la poesía celebratoria de Claudio Rodríguez, el nervio musical profundamente humano de Blas de Otero, el misterio de turbación de Hierro, el barroquismo verbal de José Manuel Caballero Bonald como insurgencia lúcida y la memoria descrita como convicción ética de Jaime Gil de Biedma, y algunos casos más, el redescubrimiento de Cántico por parte de los poetas jóvenes de mediados de los años sesenta fue una lanzadera, una piedra de toque general para la poesía nueva que necesitaba España, que se estaba pidiendo desde el claroscuro neorrealista de una poesía social en blanco y negro que había incorporado, como erróneo viraje contra el régimen, la misma tonalidad macilenta del régimen.
La poesía gris de ese blanco y negro triste de los días nublados de desgana necesitaba al fin renovación, necesitaba también incorporar nuevas moralidades, una disidencia cromática de luz que rescatara el estallido poético del mejor 27, de Aleixandre y de Lorca y de Cernuda, y esto es lo que hicieron los Novísimos utilizando a Cántico como salvoconducto hacia el futuro, porque sólo la revista Cántico, en esa España pequeña de los años cuarenta, se había mantenido como una ínsula extraña que reconocía su deuda con Juan Ramón Jiménez, el 27 y Góngora. Así, Cántico pudo dar carta de naturaleza o la alternativa lírica a la nueva poesía de los setenta, mientras que aquellos jóvenes muchachos, con Guillermo Carnero y Pere Gimferrer a la cabeza, volvían a situar a Cántico en el mapa. Entonces apareció un libro: se trataba de Arde el mar, que fue el gran fogonazo no tanto novísimo como culturalista, una irrupción sinfónica, continuada luego por La muerte en Beverly Hills. Ahora, después de muchos años de gran escritura en catalán, por primera vez estudiada junto con su etapa castellana por José Luis Rey en su ensayo Caligrafía del fuego, Gimferrer ha vuelto al español, primero con Amor en vilo y, muy recientemente, con Tornado, que es seguramente el libro más juvenil de este poeta que ya se ha liberado del peso de la obra y ahora puede ser joven de verdad. Hoy recita sus poemas en Poesía en Viana, presentado por Rey. Antonio Rodríguez Jiménez, coordinador de una cita que es ya una tradición primaveral, ha traído a Córdoba a uno de los poetas altos del siglo veinte, que será Cervantes pronto y que puede ser Nobel cualquier día. El abrazo que dará a Pablo García Baena será la mejor foto de la noche.
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