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José Aguilar
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CUÁL es el secreto de sus ojos, en qué rincón febril de la pupila se esconde la expresión del asesino, su rostro estrangulado de salvajismo y frialdad. Así comienza la película de Juan José Campanella, con una chica muerta, caída sobre el borde de su cama, toda la hermosa y joven desnudez convertida en espanto, el de un marido que salió por la mañana tras desayunar con ella, tras dejarla intacta en el calor casi todavía dormido de la casa, con ese aire tibio y matutino que a veces nos refresca los veranos; y luego en su trabajo, cuando piensa aún quizá en la escena anterior, o cuando se impacienta ya con el almuerzo, con los cientos de almuerzos que podrá compartir con su mujer todo el tiempo que tienen por delante, recibe la noticia de que acaba de ser asesinada de una forma brutal, toda la inocencia derramada por la sangre del piso.
No se trata ahora de contar la película, pero quien haya visto otros trabajos de Juan José Campanella, especialmente El mismo amor, la misma lluvia, y la archifamosa El hijo de la novia, el Oscar a la mejor película extranjera por El secreto de tus ojos no puede constituir una sorpresa. Como en El mismo amor, la misma lluvia, también aquí la pareja protagonista es la encarnada por Soledad Villamil y Ricardo Darín, que se diría que llevan diez años de película a bordo de una historia de amor, fragmentada y volátil, escrita por este cineasta que se ha forjado un estilo dirigiendo capítulos de Ley y Orden y House. El triunfo de Juan José Campanella no desmerece a ninguna de las demás películas finalistas, pero sí que las honra, en cierto modo: porque todas se tratan del cine como pulso de una historia, con personajes llevados a cabo por actores que vibran con el texto y su ambición. Quizá El secreto de tus ojos sea la más perfecta de todas las películas de Campanella citadas más arriba, pero cómo ignorar la delicadeza de El hijo de la novia, esa manera noble y matizada de tratar la demencia senil, y también el amor entendido como una vocación sostenida en el tiempo, amores sin final como en El mismo amor, la misma lluvia, todas esas historias que nos llevan al patio de cualquier cine de verano, cualquier noche de julio, atisbando el perfil blanco y rubio del cielo.
No voy a ser yo quien descubra a Campanella, ni a Darín y Villamil, pero sí que aprovecho la concesión del Oscar para vindicar un cine sentido, artesanal, esa pulcritud de las historias que guardan el secreto de los ojos: el tacto de una silla metálica sobre un patio olvidado, frente a un lienzo gigante, mientras el proyector cuida la noche donde aún puede brillar el cristal del misterio.
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