El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Reloj de sol
EL equipaje suele ser ligero: apenas una bolsa. Lleva casi siempre lo esencial, un libro para el viaje, un par de mudas, una camisa limpia y otros pantalones aparte de los puestos. Es el equipaje del juglar, el equipaje de los trovadores, éste es el equipaje del titiritero. Ahora, cuando desde determinados sectores se trata de desprestigiar a algunos músicos posicionados ideológicamente, se les insulta así, "titiriteros", pero quienes lo hacen ignoran que llamar a un artista titiritero es, en el fondo, un elogio tan noble como decirle cómico a un actor: es la esencia honrada, mesetaria y digna, de un oficio antiguo de caminos, de una vocación por el encuentro sin más intermediarios que la palabra misma y una orquestación pequeña, con la puesta en escena del espectáculo mínimo entendido como comunicación. Ya lo dijo Bardem tras recibir el Oscar: "Yo vengo de una familia de cómicos", que no fue un guiño sólo a los suyos, sino a tantos hombres y mujeres del arcén, como en la película de Fernando Fernán Gómez El viaje a ninguna parte y ahora, según parece, en Pájaros de papel, que acaba de estrenarse.
Yo les tengo mucho cariño a los titiriteros. Joan Manuel Serrat, cuando empezó, era un titiritero: pero no sólo por alguna de sus letras, en su primer cancionero en catalán, fotografiando la figura que pasaba de pronto por su barrio poco después de una noche de San Juan en la que el niño que encontraba el trozo más enorme de madera era un verdadero rey, sino por esa intención ética de recuperar una autenticidad en el diálogo entre música y poesía, en el contacto limpio con la gente. Recuerdo también un poema juvenil de Gimferrer, editado recientemente, en el que se refiere a una figura no demasiado lejana de los titiriteros: "Buhonero feriante, te consagro / en las apoteosis del milagro, / baratijero de la fantasía". Es esa verdad de cartón piedra, ese veraneante de todos los viejos caminos llegando a la ciudad, cuando anochece, a contar una historia.
Este año, Manuel Cuesta se está haciendo las Españas dando buenos conciertos de su disco, La vida secreta de Peter Parker. Esta noche tocará en La Espiga, donde ya actuó el año pasado. Es música directa, es un directo limpio. Su nuevo disco se lo ha colgado de los hombros, ha cogido carretera y manta y así, palmo a palmo del mapa, recorriendo teatros pequeños de Barcelona, Madrid, Sevilla, Málaga, Cádiz, Oviedo, Bilbao, Valencia, va ofreciendo todas sus canciones con esa verdad antigua del viejo trovador, de ese titiritero del instante que es capaz de pegarse la paliza, no dormir nunca más de una sola noche en la ciudad del concierto y marcharse al final por donde vino. Fina canción de autor, teoría del caos. No se arrepentirán: vayan a verlo.
También te puede interesar
El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
La ciudad y los días
Carlos Colón
¿Guerra en Europa?
Quizás
Mikel Lejarza
Hormigas revueltas
¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La semana ‘horribilis’ de Sánchez
Lo último