El habitante
Ricardo Vera
Santa
La tribuna
LOS efectos de la crisis están produciendo una auténtica mutación constitucional. Estamos a punto de entonar el réquiem por una Constitución como la española, que surgió y se aprobó en su origen para promover y garantizar la igualdad de oportunidades y el progreso del conjunto de la sociedad. Para ello reconoció con amplitud todo un catálogo de derechos sociales que pretendían poner una barrera a la versión más insolidaria del modelo económico de mercado, el mismo sistema económico que, sin embargo, la propia norma constitucional se encargó de reconocer para evitar lecturas demasiado progresistas que pusieran en peligro la libertad de empresa o la propiedad privada.
No hace falta reivindicar el valor constitucional del pluralismo político, enunciado en el artículo primero de nuestra Carta Magna, para sostener políticas públicas neoliberales -dicen que necesarias e ineludibles- desde posiciones institucionales lideradas por una cada vez más teórica socialdemocracia. El día de mañana el camino de la desaparición del Estado del bienestar estará ya abierto para que una derecha, esperemos que sólo liberal, y no además xenófoba y nostálgica de franquismo, se haga cargo de las riendas de un país "desconstitucionalizado" hasta en la médula.
Pero la sensación de catástrofe en este sentido resulta un diagnóstico más que realista. Lo que está sucediendo con los derechos sociales proclamados en nuestra Constitución no supera el examen menos optimista.
El principio de la igualdad material, real y efectiva, ha dejado de formar parte las aspiraciones principales de los actores de la política. Sencillamente porque esa igualdad tiene un coste económico; requiere altos presupuestos con los que cubrir y garantizar prestaciones públicas sociales, educativas o sanitarias, sin las cuales ese objetivo que señala la Constitución no sería más que un paradigma de buena voluntad constitucional, sin consecuencia alguna en la calidad de vida de aquellos ciudadanos que menos protegidos social y económicamente.
Algo muy parecido se puede afirmar de todo ese conjunto de derechos constitucionales, conquistados con tantas dificultades como lentitud, pero que marcaban la diferencia de un sistema político con claras directrices jurídicas hacia la protección del trabajador y sus derechos; a fin de cuentas la parte siempre débil de unas relaciones laborales que, de seguir con las "anheladas" reformas, corren el riesgo de regresar a una situación decimonónica; quizás no tanto en el derecho pero sí en la práctica, ante un nivel de desempleo que obliga a aceptar lo que sea y al precio de dignidad que haya que soportar.
Si pensamos en el medio ambiente da miedo de verdad lo que puede suceder, a pesar de tanta creación legislativa estos últimos años con la que se ha intentando proteger ese entorno natural que sustenta buena parte de nuestra calidad de vida. Ya era complejo, jurídicamente sobre todo, asegurar el cumplimiento de un mandato constitucional bien explícito que obliga a todos los poderes públicos sin excepción a defender y proteger ese medio ambiente. Con la crisis se está devaluando la importancia de este compromiso, superado desde el argumento fácil de que, de nuevo, es prioritario el crecimiento económico para crear puestos de trabajo. En fin, la vieja consigna liberal que convierte la ecología en una estúpida teoría de ensoñadores utópicos.
Por último, la desaparición efectiva de la Constitución está también en marcha, y de forma imparable, para todos aquellos colectivos que encontraban en ella una trinchera, ciertamente frágil pero válida, contra la marginación. Pienso en los derechos de los pensionistas, de los minusválidos, de los pobres -también tienen derechos constitucionales-, de los inmigrantes, y especialmente en los jóvenes sin vivienda ni posibilidades de encontrar medios para conseguir su autonomía personal.
La mutación de la Constitución es una realidad. Se está incumpliendo de forma rotunda, aunque sin modificar un ápice una sola de sus letras. Diríamos más, si el futuro que se avecina no es más que una versión progresiva, que no progresista, de esta destrucción constitucional, la enseñanza que se hace de aquélla en las aulas y facultades de Derecho acabará siendo un capítulo más de la asignatura de la Historia del Derecho español. Mientras tanto, nosotros nos habremos convertido en mutantes ciudadanos sin los derechos básicos, y por tanto también sin libertad.
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