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LA ciudad como implante de capas sucesivas, fachadas superpuestas entre sí con la calma caliza de las noches de agosto. Somos habitantes de un mismo territorio, pero también de varios sustratos anteriores. La sedimentación de vidas previas, su ritmo erosionando nuestros pasos de hoy -mientras también nosotros seremos, otro día, un resto lejano, apenas perceptible en la visión de la calle futura-, es lo que va forjando una amalgama de supervivencias sucesivas, de rastros indelebles que aparecen como la curvatura de una edad enfrascada en mañana y la de ayer, en esa densidad de anticuario poroso que va formando su propio mundo activo, entre los túmulos y el renacimiento.
Ésta es la propuesta de Manuel Garcés en la exposición que inauguró, ayer por la noche, en la galería Rafael Pérez Hernando, en Madrid, en la calle Orellana. El título, El barco del azar, hace referencia a las ciudades como entes orgánicos rotundos, que se van cincelando en un minuto con extensión de siglos. Así pueden crecer, y también extinguirse, y sufrir terremotos, pestes, y hasta estados de sitio siguiendo con Camus. La idea del creador cordobés consiste en registrar esa fisonomía de los barrios, este estado de tránsito perpetuo, acotando la imagen con su pulso exterior de cambio precipitado en la velocidad inextinguible del tiempo. Así, sus cuadros nos enseñan niveles diferentes de pintura, como también cualquier ciudad va acumulando niveles diferentes de historia, vida urbana, perplejidad y asombro, esperanza y ternura, desolación y hastío. La vida está hecha de todos estos materiales y de unos cuantos más, y por eso Manuel Garcés ha decidido que su pintura también esté imbricada por todos esos puntos de vista y de ascensión, de desprendimiento de retina en la foto improbable de la perduración. Capas y más capas de pintura, décadas y siglos, generaciones sucediéndose entre sí como en la canción de Mercedes Ferrer y en la gran tradición folletinesca. Todo, esa gran tradición folletinesca, la canción de Mercedes Ferrer, estas palabras, el espacio en que se contienen, la propia galería, Manuel, nosotros, seremos también pasto de un limo posterior, y formaremos también otra fisonomía, tan remota a nosotros como nuestra.
Lienzos panorámicos con planos de ciudades, vastos, edificios con sus vistas aéreas, muros, carreteras, con un color pastiche que es el color mismo de este mundo: porque todo es pastiche, todo es ya el reflejo del reflejo en un espacio urbano que se nombra a sí mismo demasiado, y que no se explica ante los hombres. Como el paso está hecho de memoria, Manolo Garcés ha dedicado a su padre esta exposición: "Me enseña el mejor camino para pasear por la vida. Su cariño, su generosidad, su alegría y su vitalidad son ahora la mejor gasolina para mi trabajo". Somos esa conciencia de los días pasados, esa piel prestada de los padres.
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