La Gloria de San Agustín
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ESCRIBIR un poema, hacer su estancia como un disparadero vertical, un catalizador de toda vida. Escribir un poema, quizá como respuesta a cualquier experiencia razonable, con lo que tiene también de incognoscible todo cuanto queremos razonar, de inaprensible cualquier lógica mundana, y por eso también escribir un poema en la visión de esas otras muchas latitudes holladas sin ninguna credencial tangible. Escribir un poema, como medio de estar en la calle y en casa, como un salvoconducto de días y de horas, de amalgamas diversas, de ritmos fluctuados más cerca de nosotros que de ayer, en una geografía de la memoria convertida en punzón ajustado al lenguaje.
Qué sería de nosotros sin escribir un poema. Qué sería de muchos de nosotros sin una reflexión sobre por qué, cómo, cuándo, escribir un poema. Eduardo García lo logró en un ensayo titulado precisamente así: Escribir un poema, que podía delinearse como ese territorio adyacente y limítrofe con su obra poética. Después de títulos recobrados en la distancia ganada en la lectura, en ese humo difuso de los bares con unos recitales casi de leyenda -casi una leyenda- Eduardo García ha ido cincelando su propia biografía poética en unos márgenes cada vez más escuetos, reducidos, en una búsqueda propia que después ha ganado una luz torrencial de baile suelto, de movimientos plásticos, crecidos, que le han llevado a ver su vida nueva. Si uno lee sus títulos, puede así apreciar la variación, desde Las cartas marcadas hasta Horizonte o frontera, pasando por No se trata de un juego y acabando, ya también felizmente, en La vida nueva. Entretanto, Eduardo García ha ido rescribiendo su poética: primero privadamente, pero después de una manera digamos más pública, y con vocación pedagógica, de ensayo poetizado convertido en materia, o en una teoría propia, que publicó con ese mismo título nada sugerente o elíptico, sino directo y sincero: Escribir un poema, porque Eduardo tenía ganas de contar todos sus mecanismos, esa relación con una realidad cada vez más cambiante en la toma de asuntos poéticos, esa variación de la naturaleza hacia la multiplicidad de perspectivas pero siempre en el aliento íntimo.
Hoy lo presenta, reeditado en El Olivo Azul, en la Librería Luque, acompañado de Pablo García Casado, en una de esas citas que luego se recuerdan. Claro que Eduardo García no explica cómo se debe escribir un poema, porque él sabe mejor que nadie que en esto no hay más reglas -salvados ciertos límites muy básicos, casi gramaticales- que la voz de uno mismo. Pero tampoco Rilke lo intentó en las Cartas a un joven poeta, o Vargas Llosa en las Cartas a un joven novelista, ni Ángel Zapata en Escribir un relato. Son ensayos que tienen más de autoconfesiones que de intención programática. Una aproximación divulgativa, una especie de autorretrato generoso y amable. Buena literatura.
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