El maestro Juan Martínez que estaba allí
Juan Martínez existió
opinión taurina
Manolete continúa vivo. Su figura se acrecienta con el paso de los años. No pierde un ápice de su frescura. Cien años después de su nacimiento, su imagen permanece presente entre nosotros. Los actos conmemorativos de la efeméride se suceden y el Califa de Córdoba, el Monstruo como lo bautizara K-Hito, forma parte ya no solo de la memoria, sino también del paisaje urbano de toda la ciudad mediante fotografías, exposiciones, representaciones y toda clase de actos, que recuerdan el centenario de un mito. Manolete forma parte del acervo cultural de todo un país, incluso de otros fuera de nuestras fronteras. Y es que Manolete fue, y es a día de hoy, un personaje que da para mucho, pues su figura se extralimitó más allá de los ruedos.
Mostrar al Manolete hombre, para así tratar de acercarlo a simple mortal, es complicado. Es fácil caer en una imagen kitsch del personaje, mostrando un icono vintage basado en algo superficial con olor a naftalina. Manolete es algo más que un héroe de amplias chaquetas cruzadas, guayaberas blancas, zapatos bicolor, pelo engominado y gafas de aviador americano. El ídolo supone mucho más que alguien rebelado contra el matriarcado familiar, por culpa de apasionados amores mal vistos por una sociedad malherida y convaleciente de una guerra. Mostrar así a Manolete supone volver a caer una vez más (y van...) en los típicos tópicos que enmascaran la verdadera dimensión de aquel ídolo de masas que se llamó Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, y al que un toro en Linares convirtió en un mito.
Cada vez que se trata de mostrar a un Manolete humano, se cae de forma involuntaria en los mismos errores de siempre. Tanto que finalmente nos queda una figura más superficial que profunda, enmascarada con una pátina artificial que oculta de forma alarmante el verdadero espíritu del torero, que es quien realmente dota a Manuel Rodríguez de su carisma y relevancia.
Y es que es complicado hacer comprender a las gentes de hoy que un torero podía llenar una época en la memoria de los habitantes de este país. El torero era un ídolo. El serlo de fama era salir del anonimato para alcanzar la notoriedad y la riqueza que todo ser humano busca. El matador de toros en la cúspide era como el futbolista de élite de nuestros días. El deporte rey aún estaba en mantillas en España y el único recurso para salir de los estratos desfavorecidos de la sociedad no era otro que vender su vida ante las astas de los toros.
Manolete fue un predestinado. Manuel Rodríguez se crió en un ambiente en que el toro tenía que ser mirado con recelo. Es de sobra conocido que su madre enviudó de las primeras nupcias contraídas con Lagartijo Chico, sobrino del genial primer Califa, para casarse posteriormente con un espada digno, pero mediocre, como fue Manolete padre. Es ahí donde pueden surgir los primeros enigmas que muestran esa predestinación del Monstruo a vestir el chispeante.
El segundo de los enigmas es el desarrollo de un toreo que en los primeros años, etapa novilleril, no destaca para después culminar en la perfección de todas las aportaciones que hicieron los que le precedieron. Y es que en una época en que se carecía de los medios audiovisuales y tecnológicos de hoy, Manolete perfecciona el toreo de la llamada edad de oro en las innovaciones que trajeron dos colosos como fueron Gallito y Belmonte. Son fuentes en las que bebe el torero de Córdoba sin saber cómo. La influencia de Camará, como gran gallista, tampoco parece ser clave, pues Manolete toma aportaciones netamente belmontistas. Manolete no es un torero de entre épocas. El Califa cordobés es un torero que culmina, y de qué forma, lo apuntado por otros. Sin verlo, Gallito muere cuando Manolete tiene apenas dos años, absorbe el dominio, conocimiento, profundidad de Joselito y vergüenza profesional, mientras que de su rival, Belmonte, toma la quietud y la ligazón. A todo esto, que toma y hereda sin saber cómo, une una personalidad única y arrolladora, así como una espada llena de pureza y ortodoxia que le lleva a ser uno de los mejores estoqueadores del toreo, cosa que poco se le reconoce, tal vez porque su aportación a la tauromaquia nubla su contundencia y clasicismo en la suerte suprema.
Manolete fue dominador y conocedor del toro, el hacer faenas de semejante estructura a cada uno de los que se enfrentó nos lo corrobora. Su concepto de la profesionalidad fue absoluto pues trataba por igual a todos los públicos y plazas. Su valor y disciplina espartana están también latentes en su tauromaquia. Valor seco, sin alharacas, para ligar muletazos largos a pesar de esperar con la muleta retrasada en faenas compactas y ligadas.
Luego vino la perfección absoluta. Los cimientos del toreo de hoy. El toreo donde el último tercio adquiere una relevancia sobre los otros dos. Es la culminación de un todo y el principio de unas nuevas formas que apuntaron hacía la perfección de todo. Ahí es donde Manolete vive. Sobre los alberos y arenas del planeta toro cada vez que el hombre, en pleno siglo XXI, continúa tocando la gloria ante los pitones de los toros.
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