La tribuna
Salvador Gutiérrez Solís
Violencia de por vida
La tribuna
Escribo desde el estupor, el rubor, el escepticismo y casi desde la desolación. Escribo con el mismo gesto, de miedo, de pena, de tristeza y hasta de terror que puedo ver en todos los memes protagonizados por la Estatua de la Libertad. Y es que ha ganado Trump las elecciones, sí, Trump, y aunque nos pille muy lejos, aunque no sepamos situar en el mapa a Montana o Nebraska, América, de un modo u otro, desde la indefinición o desde la globalidad, metafóricamente incluso, somos todos. Y con el triunfo de Trump, tengámoslo muy claro, perdemos todos. Yo, al menos, miro hacia el cielo y me siento más inseguro, más frágil, que ayer. Por eso trato de reponerme y pensar que solo ha sido un accidente, que todo se solucionará, que de cien elecciones a las que se hubiera presentado solo habría ganado está, la verdadera, pero todas estas excusas no llegan ni a la categoría de placebo. Abramos los ojos y contemplemos la realidad. Analicemos el resultado de las elecciones de nuestro país, el triunfo del Brexit, el No al proceso de paz en Colombia; analicemos el resurgir de esa Europa infame y virulenta de la primera mitad del Siglo XX y que tan bien representan Le Pen, Berlusconi y demás fauna. La gangrena se extiende por Europa en el preciso momento en que Europa es más necesaria, ya que debe tomar cartas en el asunto y desempeñar un papel central, de equilibrista, de estabilizador, ante tal cantidad de extremos que tratan de imponerse al resto. Europa, gracias a Trump, o como antídoto de Trump, debe representar su papel de litio en el orden mundial y ofrecer cordura y estabilidad. Un punto intermedio, donde la razón y la justicia se encuentren.
Todos los que predijeron el hundimiento de Rajoy, el triunfo de Rivera, la hegemonía de Sánchez o las conquistas celestiales de Iglesias, y que también predijeron el triunfo de Clinton, porque todos los analistas, reputados o no, lo predijeron, ahora comentan, sin ningún pudor, que la victoria de Trump era una posibilidad que nunca desdeñaron. Ahora, sí, ahora. Desde aquí, cuesta entender el triunfo de Trump, y eso que hemos contemplando y leído a sus votantes desde ya hace mucho mucho tiempo. En la América pantanosa y colmada de secretos y recelos de True Detective, en la América ambiciosa hasta el desfallecimiento de Casino o Uno de los nuestros. No nos olvidemos de House of cards, tan comentada y comparada nada más conocerse el resultado. Se ha quedado en La casa de la pradera, me temo. La hemos leído en esas familias desgarradas y masacradas que tan bien nos mostró Raymond Carver, o en esos obreros ciegos ante su futuro que supo retratar como nadie John Cheever. Y también nos la contó, a través de sus poemas, tan descarnados como austeros, nuestro Pablo García Casado, en El mapa de América, o DeLillo en su narrativa apocalíptica o Pynchon en su obra hermosa y laberíntica, y Auster y Roth, y Ford, y, sobre todo, Cormac Mccarthy en La carretera, que tal vez representa una América post Trump. Y Dylan nos ha cantado esa América que abandona cabizbaja las minas y también Springsteen, o sobre todo Springsteen, heredero de la herida abierta en Vietnam. Hemos contemplando esa América y no la hemos querido ver creyendo que toda América era Sunset Boulevard, Manhattan o el Capitolio, y no, el vestido de seda está repleto de jirones y manchas y el brillo de otro tiempo, que tal vez nunca existió, se esconde bajo una gruesa capa de telarañas y polvo.
Las lecturas ya no sirven de nada, el qué podría haber pasado se ha convertido en una hipótesis que nunca resolveremos. Todos los análisis llegan tarde. Sucedió, ha sucedido. Si fuéramos inteligentes, o cautos, y si tuviéramos memoria, que con tanta frecuencia abandonamos en la caverna del olvido más premeditado, deberíamos aprender la lección. Y es que cuando permitimos que avance como un veloz gas la difamación de la política, incluyendo a todos los que la ejercen, cuando somos cómplices, por acción u omisión, del linchamiento colectivo, dejamos la puerta abierta para que los Trump, Le Pen, Berlusconi o Maduro de turno se cuelen en el salón, o peor, en la cocina de nuestra Democracia. Populismos, miedo a lo desconocido, desafección de la política, muchos son los nombres con los que mentamos a la enfermedad, mientras seguimos sin ponernos de acuerdo a la hora de ofrecer un diagnóstico, primero, y un antídoto, a continuación. Y nos toca hacerlo, antes de que la desolación sea la nueva pandemia.
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