Salvador Gutiérrez Solís

Apellidos

La tribuna

El que nuestra civilización, qué ironía usar esta palabra, se ha construido sobre millones de mujeres invisibles es una verdad categórica e irrefutable

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06 de junio 2017 - 02:37

Si usted ha leído o escuchado una noticia en la que cree haber entendido que puede cambiar el orden de apellidos de sus hijos o hijas, lo ha leído o escuchado mal, o no ha leído o escuchado completamente la noticia. Puede escoger el orden de los apellidos del primogénito o primogénita, salvo excepción de los hijos únicos, claro está, porque luego lo que vengan, si es que vienen, que la cosa no está para que vengan demasiados, tienen que llevar los apellidos en el orden del primero o primera. Si la mayor, Anita, se llama Pérez Gómez, el siguiente, Alejandro, que ahora es un nombre que se gasta poco -modo ironía-, también tiene que ser Pérez Gómez y no Gómez Pérez. Eso sí, cumplidos los 18 años, usted puede cambiar ese orden, me refiero al hijo o hija, si le apetece o gusta. Tampoco se pueden poner los apellidos que a uno le dé la gana, esto no funciona así; vamos, que no puede llegar al registro y exigir que su hijo se llama Giráldez de Austria y Condados Adyacentes, que no, tienen que ser los apellidos de los padres y de las madres correspondientes, sin matizar ni extender. Aclarado esto, comencemos por el principio. Desde que recuerdo me ha sorprendido el interés que despiertan nuestros apellidos, y basta con contemplar la cantidad de webs de pago que existen en donde te "aclaran" o definen tu árbol genealógico, la procedencia real de tus apellidos y hasta te hacen unos estupendos collages para colgar en el salón, a la vista de todos, en los que se demuestra que procedes de una noble y acaudalada familia de Zamora, o de Roncesvalles, que eso ya es la leche, pero que por culpa de no sé cuál conde, de manera injusta, traicionera siempre, te quitó tus propiedades, tus sirvientes, tu título nobiliario, y, sobre todo, que es lo que peor llevas, tus verdaderos apellidos. Desde treinta euros, de verdad, gastos de envío incluidos, que no te tienes que mover de tu casa para ir a recogerlo.

A lo largo de los siglos hemos utilizado los apellidos de muy diferentes maneras. Para determinar a quien pertenecíamos, los Rodríguez, por ejemplo, de Don Rodrigo, o los Núñez de Don Nuño, el del castillo nuevo ese con wifi incorporado en las almenas, el del todoterreno junto al foso. Para conocer nuestra procedencia, Lopera, Aragón o Asturias, sin más, tampoco le dieron tantas vueltas al coco. Para determinar al gremio al que habían pertenecido o pertenecían tus ascendientes o tú mismo, Zapatero, Tendero, Sastre, Herrero, etc. o simplemente para contar a todo el mundo tu trastienda familiar, y ahí tenemos ese Expósito que durante tantos años fue como una gran A púrpura -estigmatizante- sobre las frentes de sus propietarios. Y, por supuesto, nuestros apellidos han sido nuestros grandes localizadores sociales, antes de que los GPS llegaran a nuestras vidas. Rojas, el de la última casa de allí, y Sillero, de los Sillero de la panadería, los de toda la vida, y luego decíamos aquello de que el mundo es un pañuelo y todas esas cosas tan nuestras. Han sido múltiples y muy diversas las funciones de los apellidos, algunas de ellas positivas, identificativas al menos, para dicha de la Policía y Hacienda, aunque también las hay muy negativas, y como siempre, común denominador de nuestra historia, para acabar fastidiando a las mujeres.

El que nuestra civilización, qué ironía emplear esta palabra, se ha construido sobre millones de mujeres invisibles es una verdad tan categórica como irrefutable. Eso ya no lo puede discutir ni el misógino de turno, que siempre hay uno de turno y hasta de guardia permanente. Son miles los ejemplos de mujeres que destacaron en muy diferentes ámbitos, pero que tuvieron que renegar de ese don, de sus obras, de su talento, en beneficio de sus propios maridos, para poder seguir estando socialmente aceptadas, para no ser esos garbanzos negros que afean la aburrida y establecida normalidad de la olla. Qué tristeza, qué tragedia. Y con los apellidos, que los de siempre entenderán como un asunto de escasa importancia, como una tontada más, ya espero los comentarios de los voceros de la caverna, hemos actuado del mismo modo, dando prioridad al hombre sin plantear la posibilidad de que la mujer opinase. Como siempre, desgraciadamente. Que por una vez sea diferente es una buena noticia, aunque sea una pequeñita buena noticia. Con suerte, si nos lo proponemos, tanto ellas como, sobre todo, nosotros, tal vez escribamos el titular de la gran noticia.

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