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En estos días, me gustaría recibir decenas de cartas procedentes del Reino Unido, y que todas ellas estuvieran estampadas con los sellos pertenecientes a la colección dedicada a David Bowie, que acaba de emitir el servicio de correos de aquel país, la Royal Mail. Si usted, que me lee, se encuentra en Londres, en Bristol o en Liverpool, da igual, pasando unos días, en plan turismo, de Erasmus, maravillosa juventud viajera, o currando, como tantos otros españoles que han tenido que emigrar, le animo a que me escriba, y no escatime en sellos. El Bowie de rayo en la cara, el Ziggy Stardust o el agonizante de Blackstar, todos me valen, todos adoro, no le dedique tiempo a la elección. Iluso, ya nadie escribe cartas, nadie, como para recibir una con un sello conmemorativo de Bowie, eso sería como acertar la Primitiva, como encontrar la aguja en el pajar, como escuchar la canción buena de Melendi o como presenciar el regate perfecto de Cristiano: una utopía, el sueño de los sueños, lo imposible, con permiso de Bayona. Ya no escribimos cartas, ya no gastamos en sellos, casi hemos olvidado eso que se llama caligrafía, que tantos aprendimos en el colegio. Yo aprendí la inglesa, me refiero a la caligrafía, espigada y altiva, elegante y pomposa al mismo tiempo, pero para recuperarla tendría que adentrarme en las Cuevas de Altamira de mis recuerdos y me temo que no conservo cuadernos o libros de mi época colegial. La fugacidad y el olvido. Tecleamos, ya no escribimos. Buena parte de la historia de la Literatura se soporta en lo epistolar, que debemos entender como un género más, que nos ha regalado auténticas obras maestras. Cartas como pretexto para comenzar una narración o las cartas en sí mismas, que nos han descubierto relaciones, personalidades y situaciones escondidas bajo la piel de sus protagonistas. Tal vez los correos electrónicos ocupen ese lugar en el futuro, pero nunca llegarán con un sello de David Bowie.
Con mi inglés ibérico, muy mal inglés, pobre y tosco, me planté ante la señorita de sonrisa expansiva, al otro lado del mostrador, y solicité los sellos del genio fallecido, pero todavía no habían sido emitidos. Mañana, me respondieron, pero mañana ya estaba de regreso en España. No he vuelto a Londres para comprar los sellos de Bowie, y eso que me parece una excusa deliciosa con la que Paul Auster podría escribir su novela más Pop. A pesar del idioma, del clima y de la cerveza, me reconozco y me encuentro en la cultura anglosajona. Me es muy familiar, me siento muy cómodo, como en casa, realmente, en todas y cada una de sus manifestaciones. Musicalmente, Inglaterra es el Pop y Estados Unidos es el Rock, y literariamente uno es la geometría y el otro la economía, y no me pregunte quién es uno y quién es el otro. Paseábamos junto al Big Ben y nos acoplamos a una manifestación contra el Brexit, en la que no habría más de veinte participantes enarbolando banderas de la Unión Europea. Ahora me queda la duda, después de todo lo leído y vivido, ya no sé si Reino Unido es muy europea o es Europa la que es muy británica. Macero mentalmente este dilema y no prometo respuesta, que las dudas las carga el diablo.
A falta de sellos, compré una chapa de Bowie en el mercadillo de Camden Town, y también de los Cure, Depeche, Beatles, Smiths, Blur y Oasis, que eran los que sonaban mientras recorría los puestos. Aquí, en los mercadillos, suenan Malú y Melendi, en el mejor de los casos, cuando no Daddy Yankee o Maluma, que es, desgraciadamente, lo habitual. Pero claro, es que los Beatles son su Dúo Dinámico y los Clash su Siniestro Total, así cualquiera. Pero la pavía está más rica que el fish and chips, dijo alguien y lo corroboro, pero cada cosa en su sitio y en su momento. Ofelia nos conmovió en la Tate (Britain), Los girasoles nos hipnotizaron en la National, Grecia nos aguardaba en el British, ese templo de la expoliación y el dinosaurio nos devoró en la Museo de Historia Natural. Y en una esquina de TrafalgarSquare, caminito de Covent Garden, un chico de vaqueros rotos y voz aguda, con una preciosa Gibson semiacústica entre las manos, ejecutaba una versión agitada, y algo revuelta, del Heroes de Bowie.
Y en ese preciso momento, dejó de llover, o creo recordar que dejó de llover. Las buenas casualidades existen, ahora que lo pienso, tal vez reciba esa carta procedente de Londres.
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