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Situémonos. Aquellos tiempos, no tan lejanos, sin wifi, sushi, android, ios o puertos USB. Sin LED, VAR, Bótox, WhatsApp, cinturones de seguridad y con yogures a precio de oro. Aquellos tiempos sin implantes dentales, tampoco capilares, calvos para siempre, con banda sonora de Los Manolos. Aquellos tiempos, tan cercanos, de los dos rombos, Félix Rodríguez de la Fuente, Verano Azul, cartas de ajuste, Matzinger Z y culebrones a granel. La España de eso que ahora llamamos Transición. A principios de 1992, mi padre compró una televisión, en el Pryca, qué frivolidad. La segunda que teníamos en color -la anterior la compró para la Eurocopa del 84, en Francia, la de Arkonada y Platini-, la primera televisión con mando a distancia, qué disparate. Este año van a pasar cosas muy importantes y tenemos que verlas como se merecen, argumentó mi padre la "renovación tecnológica". Una Thomson, cuadrada, con más culo que una manada de elefantes, con la que deseaba volver a ver todas las películas, partidos y series que me habían gustado porque era como volverlas a ver de nuevo, tras la lánguida Radiola -sin mando a distancia-, en la que el rojo era un marrón más. En cierto modo, con la compra de la nueva televisión, mi padre metaforizó lo que 1992 supuso para este país nuestro. El color, pero el color de verdad, el rojo de verdad, rojo rojísimo, llegó a nuestras pantallas y, sobre todo, a nuestras retinas. Casi cuando concluía, y no le estoy exagerando, el siglo XX llegó a España. Nunca es tarde si la dicha es buena, nos apunta el refranero. Por primera vez, España no es que tuviera un gran reto mundial, es que tenía dos, de dimensiones siderales, ambos, si tenemos en cuenta de donde partíamos: de la nada, del abismo, de las catacumbas. Del blanco y negro. No tengamos en cuenta el Mundial de Naranjito, el del 82, que ahí seguíamos siendo la España cateta y mojigata de las décadas anteriores, hasta la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona, en 1992 ambos magnos eventos, no dimos el salto para conectarnos con el presente y empezar a desprendernos de nuestro lacerante y fatigoso pasado.
En la nueva televisión en color de renovados colores, o simplemente reales colores, pudimos ver cómo el AVE finalizaba su primer trayecto Madrid-Sevilla, sin descarrilar, tal y como habían vaticinado los agoreros de siempre, y también pudimos ver cómo el arquero encendía la gigantesca llama olímpica de Barcelona y hasta nos emocionamos con la locución compungida -y llorona- de Olga Viza. Está claro que no sucedió todo de la mañana a la noche, que las vías del AVE no las plantaron en un ratillo y que la A-92 o el Estadio Olímpico no se acabaron en una semana, pero sí que el 92 fue ese nuevo punto en el mapa que nos condujo hacia un camino desconocido, diferente, con más luces que sombras. Para la Expo 92 nos inventamos a Curro, que a mí me sigue despertando una sonrisa cada vez que me lo topo, y para las Olimpiadas de Barcelona a Mariscal se le ocurrió Cobi, ese perrillo que Miró habría garabateado en la infancia, y a ambos los vimos extraños, como marcianos en ese páramo cicatero que una vez, durante mucho tiempo, fue España.
Pesimistas empedernidos, apostamos por la derrota en los previos, hasta entendimos como lógicos los contratiempos acaecidos en el trayecto, plenamente convencidos de que seríamos incapaces de alcanzar los objetivos. Recuerdo, perfectamente, los comentarios sobre la viabilidad del AVE. Un tren que une Sevilla con Madrid, ¿eso para qué sirve, eso qué futuro tiene? Se preguntaban y lamentaban los malababas de siempre. Y vaya, resulta que acabó siendo la puerta abierta, y directa, al futuro, qué cosas. 25 años después, sigue siendo la línea de tren más rentable. Y gracias a las Olimpiadas se renovó la ciudad de Barcelona, convirtiéndola en la urbe cosmopolita y contemporánea que es hoy, además de proyectar en el exterior una imagen rejuvenecida, actual y moderna de España. 25 años después, Curro y Cobi siguen formando parte de mis recuerdos, de mis buenos recuerdos, y seguro que no soy el único. Tal vez sea por asociación, porque los relaciono con ese salto, no hacia el vacío, como algunos predecían, sino a este presente, y que entonces era un futuro casi inimaginable.
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