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Sin más dilación. Que al Gobierno actual la Cultura le importa un pimiento es una realidad, una obviedad, que muy pocos se pueden atrever a replicar. Un año más, un Presupuesto más, Rajoy y el ministro de turno, ahora Méndez de Vigo, confirman esa tendencia, que ya no es casual o coyuntural. Penosa y triste tendencia. Le animo a que repase las anotaciones del Presupuesto General del Estado 2017 y comprobará que estoy en lo cierto. Pero solo han bajado un 0.7%, dijo uno, justificando lo injustificable, sin tener en cuenta la reducción, pérdida, acumulada a lo largo de los años y sin tener en cuenta el desastre de ese IVA espeluznante y atroz. A veces pienso que todo forma parte de una estrategia perfectamente diseñada y orquestada, pero unos minutos después comienzo a dudar, y ya no lo tengo tan claro. Las estrategias son pensadas y requieren de un plan, de una preparación, de dedicarle un tiempo, urdirlas, esas cosas. Tal vez esté equivocado, o no. Llama mucho la atención, por ser suaves, la relación de este Gobierno, de algunos de sus miembros, el insigne Cristóbal Montoro en concreto, Ministro de Hacienda, qué casualidad, con el sector cinematográfico. No sé si es por el posicionamiento claro del mundo del cine con el No a la Guerra, que fue el posicionamiento, por otra parte, de la práctica totalidad de la sociedad española, por algunas galas de los Premios Goya, porque consideran que es un estamento profundamente ideologizado, vamos, que los consideran unos rojos de tomo y lomo, o por no sé cuál recóndito motivo, inimaginable o soñado, pero está claro que este Gobierno tiene y mantiene una especial y muy llamativa inquina hacia la industria cinematográfica de nuestro país. Y empleo la palabra industria con toda la intención. Industria, sí, industria, de la que dependen miles de trabajadores; industria que proyecta imagen de España en el exterior e industria que tiene su peso económico, que forma parte de esas grandes cifras que tanto les gusta vender y que no rozan la piel de las familias, que lo siguen pasando muy mal.
Porque España vende fuera de sus fronteras sol y playa, indiscutiblemente, y tenemos que sentirnos muy orgullosos de ello, y también simpatía, exotismo, color y singularidad, desde una seguridad occidental, lo tengo claro, al igual que tengo claro que es nuestra Cultura, tanto patrimonial como contemporánea, señas indiscutibles de esa imagen que proyectamos al exterior. Menos puedo entender este abandono. No es que las gentes que nos dedicamos a la Cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, nos sintamos despreciados, cuando no ninguneados, por este Gobierno, es que cuesta mucho trabajo asimilar que un elemento tan determinante en la construcción de sociedad, tan esencial en la conformación y formación de las generaciones actuales de españoles y las que habrán de llegar, un elemento que siempre es enriquecedor, suponga un estorbo, el rincón perfecto para el olvido. No es ignorancia, la palabra, que sería preferible, me temo, que dadas las circunstancias hasta podría entenderse como un mal menor, o un mal asumible, si se contara con la libertad suficiente. Es recelo, resentimiento, resquemor, rencor, es desprecio la palabra que mejor define esta lamentable situación. Desprecio, menuda palabra.
Un Gobierno que no apuesta por la Cultura, que no está plenamente convencido de su capacidad regeneradora, que no tiene clarísimo que es absolutamente necesaria por millones de motivos que no habría que enunciar constantemente, es un Gobierno con la vista sin graduar, miope hasta límites insospechados, un topo en la construcción del futuro. Es, y debemos tenerlo muy claro, un Gobierno que no desea lo mejor para sus ciudadanos. Y un país, una sociedad que pretende avanzar, con aspiraciones de contemporaneidad, que pretenda tener un billete en el tren que recorre el camino hacia el mañana, no se puede permitir, no debe permitir, estar liderado por un Gobierno que no respeta a la Cultura y a sus creadores. En nuestra mano está, cuando toque, el acabar con esta penosa y triste tendencia.
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