¡Cervecita helada, oiga!
La maleta del bandido
Los que se empachan con la palabra democrático, verdadera arma arrojadiza para los otros, aunque tampoco sepamos ya quienes son los hunos, al modo de Unamuno, nada mejor que mirar lo que hace la gente en los bares. Eso sí, es una lección de soberanía y libertad frente a las bondades de los que dicen saber o, al menos, lo proclaman. Viene al caso ante tanta reivindicación de la cerveza artesana, de las corpulencias propias de otras latitudes frente a una expresión cervecera de pura liviandad y de temperatura gélida.
El andaluz, libremente y sin doctrina, pide una cerveza tan helada con el corazón de una suegra y tan ligera como la brisa marina. A uno le da grima cuando viene el enterado de turno a decir que así no se bebe ni se disfruta de la buena rubia o morena. O que los cánones cervecistas son otros. "¿Cánones, qué cánones?", como dijo Antonio Ordóñez. También llegado el caso, a los que censuran casi como una herejía, a los que ponen en el vino blanco una piedra de hielo para sortear la caló. Vaya, hay que beber en copa Riedel para poder disfrutar de la experiencia, horror de palabra dicho sea de paso, si no serán expulsados del paraíso de las excelencias gastro. Frente al snob, un doble de cerveza en copa con el Niño de Huelva.
¡Viva el chato o vaso de plástico, si llega al caso para el chiringuito o el festival, y que el pueblo beba lo que le dé y cómo le dé la gana! Se cita mucho aquella anécdota del arquitecto Ricardo Bofill, que apostilló sarcásticamente cuando le espetaron que sobre gustos había mucho escrito, "el problema es que usted no lo ha leído". Los que llevamos algunas bibliotecas en la recámara, lejos de ello, queremos que no se escriba del gusto ni se jerarquice. Que en materia de disfrute no hay autoridad sacra, que a eso se refiere a la jerarquía.
Para los bares somos agnósticos de carné. Beban bien fría la cerveza en el sur o donde encarte y que manden los calores exteriores o interiores de cada uno. A gusto del consumidor.
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