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Mikel Lejarza
Toulouse
Grigory Sokolov | Crítica
***** XX Festival de Piano Rafael Orozco de Córdoba. Grigory Sokolov, piano. Programa: Henry Purcell, Selección de suites y piezas para clavecín. Ludwig van Beethoven, Variaciones y fuga para piano en mi bemol mayor, Op. 35. Johannes Brahms, Tres intermezzi op. 117. Fecha: lunes, 7 de noviembre. Lugar: Teatro Góngora. Lleno.
Grigory Sokolov (1950) transmite la imagen de un ser muy singular. Como incómodo con el inevitable trámite, entra al escenario casi a oscuras y se dirige al piano a grandes zancadas; hace un saludo mínimo, se sienta y empieza a tocar sin pausa previa, con una concentración absoluta que parece haberse iniciado mucho antes, quizás desde siempre, quizás desde que, a los cinco años, se sentó por primera vez ante un piano. Cuando acaba cada pieza saluda y sale a toda velocidad con la misma gestualidad minimalista. Parece como si esos gestos discretos y abreviados, porque no son música, le sobraran.
En una de las raras entrevistas que concede, le preguntaron hace años cómo eran el antes y el después de un concierto. Sus respuestas venían a decir que el antes era música: repasar mentalmente el programa, intimar con el piano en la sala, tocar… Y que el después no existía, porque era ya el antes del siguiente recital.
En medio de esas entradas y salidas, Grigory Sokolov ofrece un arte musical de la máxima altura, radicalmente centrado en lo esencial. Da igual lo que toque: su magia hipnotiza al público desde la primera nota, lo abduce y lo lleva a un planeta musical maravilloso y propio del artista a través de recursos que no son fácilmente descriptibles porque rozan lo milagroso.
A veces, te cautiva la gracia de un racimo de adornos o el sabor popular de un ritmo (Henry Purcell). Otras, deconstruye las líneas melódicas y las presenta como si hubiera más de un pianista en el escenario (Beethoven). A menudo, te emociona hasta las lágrimas con un fraseo que hace olvidar por completo la naturaleza percusiva del piano para convertirlo en una voz maternal (Brahms).
Desde el mes pasado, Sokolov modificó parcialmente su programa de temporada, sustituyendo el Schumann que tocaba en la segunda parte por una primera a base de piezas originalmente para clavecín del compositor barroco inglés Henry Purcell (1659-1695). Purcell se suma así a la lista larga de autores anteriores al Clasicismo por los que el pianista ruso ha mostrado predilección: Byrd, Couperin, Rameau, Froberger … y, por supuesto, Bach. Es una dicha que, gracias a la excelente labor de Juan Miguel Moreno Calderón al frente del Festival de Piano Rafael Orozco, los cordobeses hayamos sido de los primeros en disfrutar de este programa.
Aunque la fama de Purcell se asienta más en su música vocal y orquestal, sus piezas para teclado, en especial las ocho suites, son muy atractivas y tienen momentos llenos de encanto. La selección ofrecida por Sokolov (la cual, por cierto, creo que concluyó con la deliciosa hornpipe de la suite n. 7 y no con la chacona que indicaba el programa de mano) sonó maravillosamente en sus manos, que realzaban cada compás de esta música que recorre con eficacia los afectos que van desde la melancolía (preciosas sarabands), hasta la grandiosidad (el famoso rondó de la suite Abdelazer), pasando por la alegría campestre (las encantadoras tunes).
Las variaciones Heroica de Ludwig van Beethoven (1770-1827), con que arrancó la segunda parte del concierto, fueron sin duda el momento de mayor enjundia pianística de la velada. Compuestas en 1802, se las conoce así por usar el mismo tema en que se basa el Finale de la Sinfonía n. 3 Heroica, escrita el año siguiente. Se trata de una obra llena de pasajes de bravura y de fantasía pianística.
“¡Es Beethoven en un lunes festivo de primavera!”, escribió el crítico Michael Steinberg; y Sokolov logró evocar esa misma enérgica magia un lunes laborable de un raro otoño cordobés, arrancando los primeros bravos entusiastas de la velada.
Con Johannes Brahms (1833-1897) y sus Intermezzi op. 117 llegó a mi juicio el momento más intenso de esta inolvidable noche musical. Con una emoción creciente, el solista mostró en grado sumo todo lo que ya había presentado hasta el momento: técnica, gracia y lirismo. Las canciones de cuna de las tristezas de Brahms llenaron la sala de una emoción indescriptible. Ya estábamos todos en el planeta musical de Sokolov.
Pero aquí no acababa todo. Forma parte del ritual del pianista ofrecer media docena de propinas: dos de Rachmaninov, dos de Chopin, una de Scriabin y una última de Bach. “¿Por qué tantas, maestro?”, le preguntaron en una ocasión. “Me gusta tocar el piano… y si el público quiere…”. Y sí que quería, contagiado de la idea de Grigory Sokolov de que no hay otra cosa mejor que hacer que vivir dentro de la gran música.
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