Quinto emir Omeya e intrigante abuelo del primer califa

Cordobeses en la historia

Abû Muhammad Ábd Allah ibn Muhammad fue cordobés, mezcla de sangre siria y vascona; ostentó el último emirato de la Península y legó la luz del califato al Occidente más gris.

Quinto emir Omeya e intrigante abuelo del primer califa
Quinto emir Omeya e intrigante abuelo del primer califa

EN el harén del emir Muhammad I, la esclava cristiana Ailo y otra joven vascona, Ushar, esperaban la luna que, como en la mar, levanta también las mareas en los vientres de las mujeres encinta. Ambas coincidirían quizá en su interés por los caprichos del astro y por las previsiones de los lectores de estrellas y las matronas. Pero fue la cristiana la primera en parir una criatura prematura a la que impusieron el nombre de al Mundhir. El niño sietemesino mermó un privilegio de Ushar: convertirse en la madre del heredero. Pero el príncipe nació tan fuerte como la esperanza de Ailo de verle algún día ocupando el trono del Emirato cordobés.

La otra esclava, Ushar, tuvo después a su hijo el 11 de enero de 844. Le impusieron de nombre Abû Muhammad Ábd Allah, hijo de Muhammad. Creció, al igual que los otros 32 príncipes y sus 23 hermanas entre las mujeres del Alcázar Califal y, al menos, con 23 años se trasladó a vivir a la almunia de la Noria (según algunos expertos a la altura de la actual Casillas). El entorno de la quinta, levantada por él, se convirtió pronto en "un vergel hermoso, ampliamente delineado" que "pobló de árboles y plantas"-traduce Arjona Castro de Ibn Hayyán-, y luego de embellecerla y delimitarla "proclamó públicamente su compra y tomó posesión de ella, su intención es oscuro como muchos actos suyos" (sic). Y es que el oscurantismo marcó otros muchos sucesos de su vida, y en su biografía quedaron serias dudas sobre si la honradez de la imagen pública fue pareja a las intenciones íntimas, como apuntan sucesos de su mandato.

Así, cuando el 4 de agosto del 886 murió el emir Muhammad I, el hermano de Ábd Allah, al Mundhir, había capitaneado batallas a las órdenes de su progenitor en los territorios del Norte y contra el conocido insurrecto ´Umar ben Hafsún, llegando incluso a las mismas puertas de Bobastro, la atalaya malagueña inexpugnable del rebelde. Allí recibió el Príncipe Heredero la noticia de la muerte del padre, a quien dio "sepultura en la Rawda, el panteón de sus mayores", dice Manuel Ocaña, quien prosigue: "Los sucesivos reinados de sus hijos al Mundhir y Ábd Allah coincidieron ya con la gran sublevación de los muladíes del Sur peninsular, capitaneados por el célebre ´Umar b. Hafsún" (sic). En Bobastro encontró al Mundhir también la muerte, y sobre Ábd Allah recayó la sospecha del asesinato de su hermano y emir el 29 de junio de 888, producida por envenenamiento. De la pócima se culpa al médico de la Corte, que según Dozy "lo sangró con una lanceta envenenada". Ábd Allah, de la misma edad que su hermano (44 años), y preocupado porque pudieran heredar el trono sus sobrinos, actuó con la piedad y discreción que regía su vida pública. Marchó a Bobastro, y después de hacer jurar fidelidad a los visires y oficiales, se escandalizó "con una indignación muy bien representada" (Dozy), devolvió su cuerpo a Córdoba, se ocupó de la oración fúnebre al pie del panteón de los Omeyas levantado junto al Alcázar, y ocupó al trono con el nombre de Ábd Allah I.

Dejó fama de creyente fervoroso, atento con el pueblo y los mandatarios, fiel cumplidor de las cinco oraciones diarias y asiduo de la Mezquita. Comunicó la maqsura (valla que delimita el espacio de oración entre las naves y el mihrab) con el Palacio Emiral, mediante un pasadizo (Sabat) cubierto que facilitaba la entrada al templo, sin pasar por la calle (actual Torrijos). Este primer puente levadizo debía estar situado al final de la segunda ampliación; pasadizo que luego reproduciría Alhakem II hacia la Puerta Dorada, que todavía persiste. Las razones parecen más de seguridad que de estética o interés urbanístico-religioso. También señala el arabista Ocaña que abrió una nueva puerta en el Alcázar, llamada de la Justicia, "la Bad al-´Adl, donde le gustaba sentarse una vez por semana para dar audiencia a los oprimidos".

Los intentos de dejar su imagen pública impoluta, no le eximieron de quedar en la Historia como un emir de cuya debilidad y cobardía murmuraban las tropas: a los soldados no se les pagaba, las provincias no mandaban contribuciones, el Tesoro estaba tan vacío como los zocos, y el pan se había convertido casi en un lujo, señala Dozy. Con ben Hafsún a las puertas de Córdoba (Écija y Poley) el emir rogaba la paz y, en lugar de las armas, se recluía en el cálamo con versos como estos: "Todas las cosas de este mundo son transitorias, (…) Dentro de poco estarás en la caja y echarán tierra húmeda sobre ese rostro tan hermoso". Mientras, se temían las revueltas dentro y fuera de la acosada Córdoba. Sin embargo quedó como unificador de disidentes y pórtico de la gloria del Califato, gracias, en parte, a una de sus esposas, Oneca Fortúnez, hija del rey de Navarra, quien le dio el hijo llamado a sucederlo, Muhammad, asesinado por su propio hermano inducido por Ábd Allah I. La víctima dejó un primogénito llamado Abderramán, que la mala conciencia del emir había convertido en su protegido y, por su carácter y formación, contó pronto con el beneplácito de la Corte y del pueblo. Ábd Allah I tuvo también 10 hijos y 13 hijas, además del infortunado Muhammad, padre del primer califa de Córdoba, Abderramán III, destinado a ser rey de las tres cuartas partes de la Península, tras suceder al abuelo.

El último emir de Córdoba murió el 15 de octubre de 912 con 68 años y 24 de reinado. Fue enterrado en la Rawda, perdida junto al Campo Santo de los Mártires.

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