Tabaco y oro para una inauguración
Historia taurina
En 1946, Manolete estrenó la nueva plaza de la ciudad de México con una faena de las que hacen historia, con pases de todas las marcas con su personal maestría
Es cuestión de gustos seguramente, pero se afirma en los entre bastidores del mundo del toro que un traje de luces color tabaco bordado en oro es de los que tienen más sabor torero y más clasicismo. Cuestión de agrado de cada torero. Todo depende del momento en el que se viva. Lo cierto es que a Manolete prefería más de colores de tonos claros y luminosos. Eran habituales los blancos, los celestes o los rosas. La sobriedad ya se encargaba él de ponerla. Pocos trajes oscuros se mandó coser, pero en su ropero siempre había algún nazareno, algún marino, verde botella o tabaco. Lo dicho, cuestión de preferencias, depende del momento que se viva.
Es 5 de febrero de 1946. Un terno tabaco y oro está dispuesto en la silla. El Chimo, ayuda de mozo de espadas de Manolete, ejerce como ayudante de cámara del maestro de Santa Marina, pues Guillermo, su hombre de máxima confianza, se había quedado en España. Chimo se afanaba en que todo estuviera a punto. La expectación es máxima. Las gentes se arremolinan en torno al nuevo coso, que se inaugurará en la avenida de Insurgentes de la capital mexicana. Los aledaños del hotel Reforma, donde se hospeda el Monstruo, también están repletos de personas. Aficionados, admiradores del coloso, curiosos, pillos, damas y damiselas, de la más variada clase social, todos quieren ver a Manolete.
No han transcurrido dos meses desde que el califa de Córdoba se presentase en arenas mexicanas y su estilo ante los toros, su tauromaquia seca y estática, su personalidad y su carisma, han prendido en la afición azteca. Manolete no ha defraudado a nadie. En poco tiempo es todo un ídolo para México. Manolete recibe a sus allegados. La habitación donde se hospeda es un hervidero. Es una fecha grande. Esa tarde se inaugurará la nueva plaza de toros capitalina, capaz de albergar más de 45.000 almas. Manolete ha tenido gran culpa. Todos lo esperan.
Llega la hora señalada. Manolete, de tabaco y oro, baja el inmenso túnel que termina en la puerta de cuadrillas. Allí le esperan dos torerazos nacionales, Luis Castro el Soldado y Luis Procuna. En corrales, seis toros de San Mateo. El licenciado Doria Paz, secretario general del consejo consultivo de la ciudad de México, da por inaugurado el coso. La autoridad eclesiástica, el arzobispo Luis María Martínez, bendijo la plaza unos días antes, comentando alborozado que “había dado la vuelta al ruedo antes que Manolete”.
El Soldado no tuvo su tarde. Cuentan que en su primero fue pitado al no entenderse con su oponente. En el segundo de su lote lo intentó, pero a pesar de sus ganas y algunos detalles, no pudo tornar las lanzas en cañas. Luis Procuna mostró sus ganas, así como su falta de oficio, rozando la temeridad. Tras la apoteosis del torero de Córdoba logró cortar una oreja, convirtiéndose así en el primer torero mexicano en cortar un trofeo en el nuevo coso.
La tarde fue del Monstruo de Córdoba. Manolete ya había lucido en el primero de su lote. Un animal difícil, manso y peligroso, al que cuajó de principio a fin. Manolete desplegó todo su repertorio. Estatuarios, largas tandas, cuentan que hasta de siete muletazos, de naturales, así como derechazos con su habitual empaque. El buen uso del estoque, previo pinchazo en hueso, le sirvió para cortar la primera oreja en la monumental plaza recién estrenada.
Aún quedaba más. Saltó a la arena Monterillo, quinto de la tarde, sobrero del anunciado devuelto a los corrales. Manolete había sido pitado por determinada “porra” ubicada en los tendidos. Incluso sus componentes se atrevieron a tacharlo de cobarde. Manolete, herido en su amor propio, brinda la faena de muleta a los disconformes y allí, bajo el tendido donde estaban congregados, electrizó a los asistentes con una faena completa. El toro parecía no apto para el lucimiento, pero la poderosa muleta del torero de Córdoba fue ahormando descompuestas embestidas para terminar haciendo ir al toro por donde no se pensaba jamás que lo haría.
La faena fue cumbre. Manolete, abandonado, ya no toreaba para los que antes le habían censurado, ni tampoco para los espectadores, toreaba para él y para mayor grandeza del toreo. Pases de todas las marcas con su personal maestría. Los que antes le habían pitado, ahora caían rendidos ante la rotundidad de lo ejercido por Manolete en la arena del nuevo embudo. La espada, a pesar de hacer la suerte con pureza, no fue certera. Aun así, el público estaba en éxtasis. Manolete pidió permiso a la porra que minutos antes le había gritado para dar la vuelta al ruedo, recorriendo el anillo tras una faena que será siempre recordada como una de las mejores realizadas en la Monumental mexicana.
La habitación de Manolete en el hotel Reforma está llena de seguidores. El torero hace por atenderlos. El éxito ha sido grandioso. Es un nuevo ídolo para el toreo en México. Chimo se apresura en reponer su brillo a las prendas toreras tras la batalla. El añejo tabaco y oro aún está en tierras aztecas, allí quedó para siempre. No ha perdido su prestancia. Desde una vitrina en el museo de la familia Espinosa presume de ser testigo directo de un suceso escrito en las páginas de oro del toreo mexicano.
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