Vetusto salmón y oro en Tetuán de las victorias
Historia Taurina
Nadie fue capaz de vislumbrar lo que tenía aquel mozo enjuto y serio en su concepción de las suertes
Aquellas formas y modo cambiarían por completo las normas del espectáculo
No ha pasado tanto tiempo. En el recuerdo aún está presente la primera vez, aquella en la que se puso delante de un animal para torear. Era en su ser algo atávico. Era una necesidad para aquel joven muchacho. Lo decidió no hace mucho. Tenía que ser torero. Ya había toreado algunos becerros en festivales y festejos económicos. También lo había hecho en la parte seria de los recordados espectáculos cómicos. Sabía igualmente que los animales de lidia, bravos o mansos, no perdonaban los fallos y que al más mínimo error, el percance se podía hacer presente.
Aquella mañana aquel joven estaba meditabundo. ¿Valía la pena todo? ¿Tan fuerte era su deseo de dedicarse en cuerpo y alma al toreo? Lo tenía decidido. Ese era su deseo y su meta. Por eso, ese día, primero de mayo de 1935, tenía que ser un punto de inflexión en su vida. Era el punto de partida para ver cumplidas sus ilusiones, aquellas que sin conocer los motivos, le habían seducido desde niño.
En una humilde habitación, aquel joven llamado Manuel Rodríguez Sánchez velaba un vetusto terno salmón y oro. En los comienzos de su carrera no poseía nada en propiedad. Otro de los sueños era estrenar uno, pero la precaria economía no permitía tal dispendio en los comienzos. Aquel traje, con el oro viejo y ennegrecido y la seda ajada, le parecía el más bonito del mundo. Lo había alquilado, así como otras prendas y trebejos de torear, al popular sastre Ángel Linares. Sería su armadura para una fecha significada en la vida de un torero, como es la de su presentación con picadores. Ya tocaba enfrentarse a un animal de más edad y sentido de los que había actuado hasta esa fecha. El toreo ya se convertía en algo más serio. Atrás quedaron becerros y erales con los que la práctica de la tauromaquia era algo parecido a un juego.
Las horas previas al festejo se hacían eternas. ¡Qué lejos estaba Córdoba! ¿Dónde estaban sus familiares y amigos? Solo, Manuel Rodríguez se sentía solo. José Molina, la persona que hasta entonces le ayudaba, era su único bastión y confidente en aquella modesta habitación. Para colmo la contrariedad de ver como en los carteles alguien de forma indocumentada le había cambiado su nombre. Ángel Rodríguez Manolete se podía leer en los anuncios del festejo de aquella modesta novillada en la que el sagaz empresario Domingo González, conocido como Dominguín, había organizado en la barriada madrileña de Tetuán de la Victorias, donde dos mexicanos, Silverio Pérez y Liborio Ruiz, se reñirían en duelo hispano-mexicano con los españoles Manolete y Varelito-chico, ante utreros de Esteban Hernández.
Y así, llamándose Ángel y vistiendo aquel decadente traje, dicen que salmón y oro, se presentó Manolete aquella tarde de mayo. En el patio de cuadrillas saludó al empresario. Éste le deseó suerte. De forma educada y solemne, como fue siempre su personal, le espetó: “…y para la próxima, don Domingo, diga usted a la imprenta que me llamo Manuel y no Ángel”. Dominguín no pudo más que esbozar una sonrisa y un niño que llevaba de la mano, su hijo Luis Miguel, no podía despegar la vista de aquel hombre joven estilizado que vestido de torero tanto le había impresionado.
El resultado artístico de aquella novillada fue pobre. Ninguno de los espadas actuantes destacó sobre los demás. Los ocho novillos de Esteban Hernández, todos berrendos en negro a excepción del barroso que hizo sexto, fueron del gusto de la afición de la época. Finos de lámina y bien puestos de cuerna, hicieron buena pelea en el tercio de varas y cuatro de ellos fueron muy aplaudidos cuando fueron arrastrados por las mulillas para el desolladero.
Manolete, el cordobés, tampoco llamo la atención de los espectadores. Eso sí, destacó por su forma clásica y ortodoxa de realizar la suerte de matar. Lo demás, lo que a la postre lo llevó a la cima de la torería, es decir, su quietud, su verticalidad, su personalidad y nuevas formas toreras pasaron desapercibidas para el gran público.
La prensa de la época le tachó de codillero, practicar las suertes con los codos pegados al cuerpo, de poco oficio y de no conocer las nociones prácticas de la tauromaquia. Aquella tarde pasó sin pena ni gloria. Los que se sentaron aquella tarde en los tendidos de la tercera plaza de la capital aún no estaban preparados para el nuevo toreo que vendría poco después y que supondría el remate y cénit del toreo.
Nadie fue capaz de vislumbrar lo que tenía aquel mozo enjuto y serio en su concepción de las suertes. Aquellas formas y modo cambiarían por completo las normas del espectáculo de los toros. El viejo Dominguín sí lo atisbó, de hecho contrató a Manolete para el domingo siguiente. También el menor de sus hijos. Un Luis Miguel, aún de pantalón corto, que tuvo la osadía de la juventud de enfrentarse a un espectador que llamo a Manolete de forma despectiva “chalao”. Ese niño le recriminó: “El chalao lo será usted”.
Cuando terminó el festejo, Dominguín padre le comentó a su hijo pequeño: “No es ningún chalao y va a ganar mucho dinero con los toros”. Aquellas palabras le sirvieron de consuelo al jovencísimo Luis Miguel. Su padre pensaba lo mismo que él. Aquellos ojos infantiles fueron testigos del punto de partida hacia la gloria de un torero que se convirtió en mito en Linares, donde los mismos ojos, ya curtidos en los ruedos, fueron también fedatarios de su punto final.
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