El artillero que siguió siendo Sara
Cordobeses en la historia
Antonio Muñoz nació en una Córdoba gris, se bautizó en el Sagrario, lució las más espectaculares lentejuelas e hizo de su vida un Carnaval, mientras las demás máscaras dormían en los armarios
EL lunes 10 de abril de 1939, Córdoba despertaba al noveno día de La Victoria por calles sombrías de luto. Las redacciones imprimían el accidente de García Morato y la heroica detención de "dos comisarios políticos rojos" por parte de "los agentes Ferrer y Anaya". Los refugiados en Córdoba se hacinaban en los cubiles de las casas de vecinos. En una de aquellas habitaciones, en la plazuela de Maimónides, hicieron hueco a un belmezano y a una joven malagueña que daría a luz a Antonio Muñoz Caballero.
Castizo del barrio de la Catedral, fue bautizado en el Sagrario y asistió algún tiempo a una escuela, junto a las Esclavas. Pero lo echaron. Quizá el planeta que reinaba el día en que nació alumbraba malos presagios. Los gustos del chiquillo comenzaron a llevarle, como en la copla, por un "caminito repleto de cruces". A Antoñín le gustaban las muñecas y la ropa de su hermana, jugar a las casitas y ser la madre. Ahí comenzaron a llamarle mariquita. Su madre lo entendía, lo tapaba y protegía de los golpes del padre, que lo ataba a la pata de la cama, en ayunas, hasta que se marchaba a trabajar y ella lo soltaba y lo alimentaba a escondidas. Así eran las cosas cuando, con 14 años, un vecino lo violó en los retretes de la casa comunal. Ya había sufrido la pérdida de su madre. Fue el primer golpe; "lloré muchísimo", decía cumplidos los sesenta años, todavía con los ojos húmedos, casi ciegos por la glucemia.
Comenzó a frecuentar el extramuros de su barrio de la Judería, cuando las casas de la Puerta de Almodóvar no iban más allá de la Cruz Roja, la calle Cairuán era un arroyo, la avenida de Fleming un proyecto y la de Vallellano un llano terrizo que acababa en el río donde se congregaban las mujeres, al llegar la noche, para ofrecer unos servicios sexuales -tan miserables como sus trapos, sucios de semen- y la parcela de cuerpo alquilado, limitado a las manos.
Allí, en el Charco de la Pava, tuvo sus primeros encuentros con los hombres, paralelos al peregrinar por el correccional de La Fuensanta y La Letro, antes de escaparse a vivir con su hermana. Allí sufrió las primeras redadas policiales; alguna noche en La Higuerilla y el año de cárcel, cuando el famoso crimen del paraguas. "Yo, que no soy capaz de matar a una mosca - decía-, era el más mariquita y me tocó". Pertenecía a los "sospechosos habituales" del argot de aquel tiempo gris; al grupo de hombres distintos que se transfiguraban por las callejas de San Agustín cuando el Carnaval era pecado y el único que seguía usando faldas de saldo el resto del año. Una noche lo pillaron con su amiga La Coneja vestidos de mujer, y lo llevaron seis meses a la prisión de Jerez. Fue la única vez que salió de Córdoba, salvo a Cerro Muriano y El Blanquillo, donde le tocó servir en Artillería. Le vieron hacer la cama con tanta delicadeza, que quedó para eso, tras acribillar a una serpiente en una guardia con el consiguiente revuelo en todo el cuartel.
Luego la oyeron cantar por La Paquera de Jerez y se quedó con el nombre. "Nunca me gustó, porque esa cantaba bien, pero era fea". Y cantó su Torre de Arena a mil pesetas por los garitos y los carnavales de Córdoba. Luego vinieron los años del asilo, donde lo mismo limpiaba que recogía a los muertos en parihuelas, hasta que se peleó con sor Sagrario. Volvió a ver al padre que, viejo y débil, no le permitió darle un beso, ni cuando le confesó dónde tenía los ahorros para que no se los comiera el demonio. "Con las doscientas mil pesetas me voy a poner las tetas -le dije a mi padre- y se murió enseguía; pero no fue culpa mía, que estaba ya mu malito".
Sara, como le gustaba llamarse, paseó su silicona cada noche por el extrarradio, su lugar natural. Ya era la reina del Carnaval clandestino y también de los travestís que se arremolinaban junto a la ermita de los Santos Mártires, donde aparcaban los camioneros, peludos con barba y bigote, que era como más le gustaban.
Con la democracia, en el Círculo Juan XXIII, perteneció al primer movimiento gay (Frente de Liberación Homosexual), por ver si "los que tenían estudios quitaban esa Ley de Vagos y Maleantes" que tantas veces le habían aplicado. "A mí, que me he pasao toa mi vida blanqueando y fregando suelos, jartita de trabajá", decía mientras reivindicaba su condición de "maricón de nacimiento, que no de vicio", y la hipocresía de quiénes se paseaban "por la calle Cruz Conde del brazo de sus mujeres" e iban luego a buscar sus favores a la Ribera; nombres que se quedaron para ella y nunca confesó, ni siquiera en 1995, en su último invierno, cuando nos contó su vida junto a un brasero de picón, en el número 13 de Doña Engracia. Y en aquella habitación, pintada de azulón, sin cocina ni baño, encontraron su cuerpo, envuelto en la bata azul de mujer, entre el Carnaval y la primavera.
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