El conductor doblemente víctima del autobús del río

Cordobeses en la historia

Wenceslao Gracia Lorenzo-Arroyo hizo de su pasión por los automóviles la mejor forma de ganarse la vida, y la perdió en la tragedia más traumática acontecida en el cauce. La que quizá pudo evitarse.

El conductor doblemente víctima del autobús del río
Matilde Cabello

08 de marzo 2009 - 01:00

EN la primera mitad del siglo XX, Luis Gracia y María del Mar Lorenzo tenían el sustento en sus brazos y en los latifundios de la Campiña. Los tiempos de esperanzas y escasez, se aliviaban con el espíritu reivindicativo de las revoluciones campesinas y con la llegada de nuevas criaturas que, en edad de ser colegiales, se convertían en braceros. Ese parecía ser el destino del segundo varón y penúltimo de sus cinco hijos, Wenceslao, nacido un 1 de julio de 1926. Antes del otoño, pudieron matarle unas fiebres. Fue la primera gran dificultad que hubo de vencer, y lo hizo con la misma vitalidad y voluntad que le acompañarían de por vida.

Apenas fue a la escuela, pero "las cuatro reglas" le sirvieron de base y su interés de acicate. Tras la guerra y la adolescencia, la caligrafía y las cuentas habían dejado de tener secretos para el jornalero de Espejo. Y en los campos de Specula condujo quizá uno de los Chevrolet o Ford de los cuarenta. Luego vendría el carné de tractorista y la experiencia para el salto a Córdoba, como transportista en Viuda de Victoriano Gómez. Con ese objetivo, recuperó los manuales de circulación y volvió a prepararse por libre el carné de Primera Especial. Lo obtuvo en la primera convocatoria. Con poco más de 20 años y trasladando con remolques los materiales de la firma (entonces en el pasaje de CajaSur de Tejares), aprendió a conocer los caminos de Córdoba.

En los cincuenta, la Sociedad Anónima Autobuses de Córdoba (fundada en 1922 con capital privado y presidida por el diputado y ex alcalde Enríquez Barrios), se encontraba en plena expansión. Wenceslao, todavía en Viuda de Victoriano Gómez, se planteó estar entre sus conductores. También en una primera prueba pasó a formar parte de ellos con un contrato de tres meses que, dadas sus cualidades, enseguida fue definitivo.

En el año 1956 y tras cinco de noviazgo, se casó con una espejeña, Teresa Díaz Serrano, nueve menor que él. Se instalaron en el número 45 de la calle Barrionuevo. Allí, iban a veces Luis o María del Mar a visitarles o a "verlo conducir" y, recuerda su mujer, "una tarde, mucho antes de aquel día, llegamos hasta el Arcángel su madre y yo. Había un hueco tan chico entre los autobuses, que ninguno quería entrar. Se colocó de espaldas, casi rozando los guardabarros y lo aparcó. Los que salían del fútbol y los compañeros le aplaudían", y Teresa escuchó: "ciego, manco y cojo conduciría bien".

El domingo 26 de abril de 1964 Teresa cumplía 29 años. Su marido se lo recordó antes de irse a cubrir la línea del Pío XII. La dirección del autobús matrícula MA-21929 había dado problemas aquella mañana, y así lo había manifestado a la empresa; pero en la tarde lo encontró en las mismas condiciones. Efectuó una llamada a Aucorsa desde la Telefónica mostrando su preocupación. Sólo logró retrasar la última salida desde Las Tendillas al Arcángel, adonde nunca llegó. En la Cruz del Rastro se desencadenó la tragedia. Desde la Ribera fue testigo el padre de Wenceslao. "Uno de los mejores chóferes de Aucorsa…debió sufrir un desvanecimiento o un ataque epiléptico", rezaba la prensa del régimen haciéndole ya desde la primera noticia, responsable de la caída del autobús al Guadalquivir y de la muerte de los once viajeros, incluido él mismo. Tenía 45 años, dos hijas de 5 y 6 y un pequeño con 16 meses. Las posteriores versiones oficiales, idénticas, tampoco convencieron a su viuda; otras la indignaban, como la posibilidad de que aquel hombre, abstemio y no fumador, condujese ebrio.

Tras el funeral conjunto en la Catedral, con Guzmán Reina o los príncipes de aquella España, Teresa quiso confirmar sus sospechas y escuchó de uno de los supervivientes: "Al llegar a la Cruz del Rastro, nos miramos los dos, sin hablarnos y así caímos". "Si sufría un desmayo ¿cómo iba a estar mirando a nadie?", se pregunta. Y sigue sin saber por qué se sumergió de nuevo al autobús, tras sacar a las víctimas, arrastrándolo hasta el Puente Romano; o por qué se quemaron papeles de noche mientras se arrojaban tornillos al río. Preguntando recorrió juzgados, consultas forenses, sindicatos y despachos de letrados que siempre acababan por huir del caso. Fue archivado. Sólo logró recopilar confidencias sin valor legal, mientras complementaba su mísera pensión frente a una máquina de coser, pintando o empapelando pisos. Ni siquiera con las 9.000 pesetas recolectadas por los conductores de Sevilla (frente a las 2.000 que recibió en Córdoba), pudo alcanzar los altos muros de una empresa que quizá contara entre sus accionistas con la dama de El Pardo y, posiblemente, con un seguro obligatorio de viajeros que no cubría los riesgos de las víctimas. De luto riguroso, fue sabiendo que "su marido estaba en perfecto estado de salud" por la última revisión médico-laboral, y por una autopsia que, como el parte de defunción, nunca le dieron. Siguió pagando el nicho de alquiler hasta que el municipio, que tan fastuosos funerales ofreció, se lo vendió.

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