La democracia israelí

Tribuna universitaria

Es muy posible que la democracia israelí esté degenerando, lo que constituye una tendencia general entre las democracias hoy. Pero lo que parece claro es que las democracias son clasistas y han sido a menudo racistas

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El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en las elecciones de 2022
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en las elecciones de 2022 / Abir Sultan | Efe
Rosa María Almansa Pérez - Profesora de Historia Contemporánea en la Universidad de Córdoba

02 de febrero 2025 - 06:58

No faltan los que, en desacuerdo con la política de apartheid practicada por Israel, afirman que el país no constituye una verdadera democracia. Semejante afirmación estaría justificada no solo por las actuaciones de su gobierno y de aquellos a los que este protege —especialmente los colonos—, sino por la configuración misma del Estado israelí, de por sí discriminatoria.

El sistema político de Israel está basado en el pluripartidismo. Hoy existen once partidos presentes en la Knesset o parlamento y algunos de ellos representarían directamente a sus ciudadanos árabes. Lo que hoy es Israel tiene su origen en la parte asignada a la población judía en el plan de partición de la ONU de 1947, la cual fue ampliada considerablemente por la fuerza muy poco después en la llamada por los árabes Nakba o Desastre —término prohibido en Israel. Así pues, a pesar de que el plan de la ONU les favorecía, las milicias judías iniciaron una operación de limpieza étnica a gran escala de aldeas y territorios árabes palestinos que contó con la colaboración británica. Así se ejecutó el Plan Dalet, que además de la destrucción de aldeas y ciudades y el asesinato en masa de sus habitantes, generó cientos de miles de refugiados. Una política de desalojo y ocupación colonial que se ampliaría a partir de la Guerra de los Seis Días de 1967 con la incorporación de la Franja de Gaza, Cisjordania, los Altos del Golán y Jerusalén Este, a algunos de los cuales se otorgaría autonomía relativa a partir de los años 90.

Desde 1948 en los territorios donde se proclamó unilateralmente el Estado de Israel, y desde 1967 en aquellos llamados ocupados, han primado unas relaciones de fuerza que han sometido y discriminado sistemáticamente a la población árabe palestina. En los segundos, la usurpación de tierras, el derribo de casas, el cegamiento de pozos o los encarcelamientos sin garantías de ninguna clase —secuestros, en suma—, están a la orden del día. Por su parte, en la zona donde se asienta plenamente el Estado israelí, los árabes han sido siempre, de hecho, ciudadanos de segunda, lo que se refleja, entre otros aspectos, en considerablemente menores ingresos de media y una mayor incidencia de la pobreza. Es lo que se ha calificado como una situación de apartheid de facto, no reconocida expresamente por las leyes israelíes. Hasta 2018.

Ese año, el parlamento aprobaba la Ley fundamental del Estado-Nación, que consagraba al Estado de Israel como Estado-Nación del pueblo judío en exclusiva. En consecuencia, solo este vendría a encarnar su soberanía plena, por lo que se adoptan sus símbolos y se declara el hebreo como la lengua propia del Estado. En otras palabras, Israel se reconocía formalmente como una etnocracia, esto es, como una nación que distingue a una parte de su población como ciudadanos de pleno derecho, relegando al resto a una categoría subordinada. Un estado etnorracial, en definitiva, puesto que tales diferencias encontraban su fundamento en una justificación étnica, cultural y religiosa. Diputados, prensa e intelectuales críticos dijeron entonces que esta norma era el principio del fin de la democracia israelí.

Se asumía, pues, que lo que había existido hasta entonces era una democracia. Y en efecto lo era. Y, aunque con la salvedad de que, por derecho, no todos los ciudadanos son iguales ante la ley, continúa siéndolo, pues existe pluralismo político, procesos electorales debidamente ratificados, vida parlamentaria y —aunque también amenazada— separación de poderes. Constituye una democracia como lo era Gran Bretaña en 1947, que había retenido al subcontinente indio como territorio formalmente colonial durante casi un siglo, entre otros muchos dominios que sería tedioso enumerar. Una democracia como la francesa, que en 1954 luchaba denodadamente por impedir que la Indochina que había sometido desde finales del siglo anterior pudiera alcanzar su independencia. Cuando el imperio colonial francés en Indochina estaba a punto de caer, la democracia americana trató de sostenerlo: el colonialismo podía seguir siendo un instrumento útil frente a las aspiraciones nacionalistas. Pero como muy pronto se demostró que su momento histórico se agotaba, se recurrió de inmediato a los imperios informales o mecanismos de naturaleza imperialista, que siguen dando nutridos frutos hasta hoy.

Todo esto suscita la incómoda pregunta de por qué la democracia es compatible con la dominación colonial e imperialista. Al fin y al cabo, la mayoría de la población israelí —así se refleja en los posicionamientos de los partidos que la representan— no cuestiona el hecho de la ocupación. Tampoco los gobiernos y opiniones públicas mayoritarias de casi todos los países democráticos cuestionan un genocidio en marcha; más bien lo amparan.

Es muy posible que la democracia israelí esté degenerando, lo que constituye una tendencia general entre las democracias hoy. Pero lo que parece claro —aunque no queramos confesárnoslo— es que los hechos anteriores han sido y siguen siendo propios de las democracias, aunque no exclusivos de ellas. Las democracias son clasistas y han sido a menudo racistas. Como cualquier otro sistema, son hijas de una concepción determinada del ser humano; y la suya es todavía la propia de una burguesía nacida entre los siglos XVII y XVIII, cuya concepción de la libertad va íntimamente ligada, desde el principio, a la economía de mercado –que llaman también libertad de empresa. Su marco de fidelidad, en consecuencia, ha sido el Estado-Nación-Imperio, deseado o de facto (todavía en Gran Bretaña se celebra la “gloria” del Imperio).

Se trata, pues, de marcos demasiado estrechos (y en otro sentido también demasiado anchos), especialmente en un mundo como el nuestro tan profundamente interconectado y que clama por planteamientos y soluciones comunes que puedan ser, por fin, verdaderamente fraternales. En Israel la tortura es legal. Ser —o no— iguales ante la ley no nos ampara —y mucho menos a las poblaciones sometidas— frente a la injusticia. Para ello debemos ser todos igualmente la ley: esto es, igualmente el referente esencial. Muchas nociones deben ser cuestionadas para este fin. Porque cuando se afirma que todos somos iguales ante la ley no se limitan los egoísmos y privilegios sociales. Admitámoslo.

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