El escritor costumbrista que se anticipó a la igualdad del siglo XXI
Cordobeses en la historia
Cristóbal de Castro Gutiérrez fue hijo de escritor, abandonó la Medicina y el Derecho por las Letras, engrandeció todos sus géneros y cruzó por el largo silencio consustancial a los clásicos.
ERA el 22 de noviembre de 1874. Iznájar no se miraba aún en las aguas mansas, ni los sillares milenarios sobre festones blancos formaban el doble espejo que lo hace único. En la calle de La Antigua, más en sombras en invierno, se escuchaba el llanto de Cristóbal de Castro Gutiérrez, el primer hijo de Juan de Castro Ozgaz, un escritor madrileño y juez municipal, casado en Iznájar con Francisca Gutiérrez del Castillo. En el pueblo que ambos adoraban, nacerían luego 13 hijos más, hasta la muerte de la madre, en 1893, tras el último parto. Para entonces, Cristóbal había alcanzado ya el primer año de Medicina en Granada.
La marcha del padre ya viudo a Filipinas coincide con la llegada del hijo a Madrid, donde cursa estudios de Derecho y logra hacerse camino, como tantos y tan buenos escritores, colaborando en La Época, La Correspondencia de España, Diario Universal, El Liberal, El Heraldo de Madrid o El Globo. Director de Tiempo y Hoy, por la prensa fue dispersando una parte de su producción, brillante y sencilla, recogida asimismo en ediciones de cuentos, novelas, poesía, zarzuela o teatro, género este último del que realizó magníficas adaptaciones, desde Molière a Ibsen, además de sus traducciones de cinco idiomas.
Enclavado en la Generación del 98, cultivó la columna, la crítica, el ensayo o la breve biografía. Obtuvo la admiración de Pérez Galdós, Azorín o Gómez de la Serna, y la complicidad con Concha Espina, quizá la primera en reconocerle públicamente su defensa de los derechos y capacidades de la mujer, como hiciera Pardo Bazán en un tiempo en que todavía resonaban el dolor y las quejas de Rosalía de Castro, por el descrédito de sus colegas varones. Fue amigo asimismo de los hermanos Machado y Quintero, de Baroja y Benavente, de Julio Romero de Torres, autor de un retrato del escritor fechado en torno a 1925. Ambos cordobeses fueron amantes del folclore y la copla, todavía andaluza, y amigos de las grandes cupletistas, las actrices y los toreros que encandilaron a la corte y la bohemia madrileñas. En el cuadro más representativo de este arte del Sur, La Consagración de la Copla, el pintor plasmó, junto a Carmen Casena, Machaquito y el propio Julio, a dos actrices genovesas, protagonistas centrales del cuadro, con Pastora Imperio. Se trataba de Adela y Mery Carbone de Arcos; ésta última se había casado dos años antes, el 7 de marzo de 1910, con Cristóbal. Del matrimonio Castro Carbone nació un único hijo, Horacio, fallecido en un post-operatorio de los "años del hambre".
A pesar de su temprana marcha a Madrid, el poso del Sur le acompañó siempre como venero inagotable, derramando dichos y terminaciones de las gentes de Córdoba que lindan con Granada. En ellos está la presencia continua de la Subbética, Lucena, Loja, Cabra; las leyendas de la Cava y de la Lindaraja; las máscaras de carnaval, el vino de Montilla o las cencerrás a los viudos. Incluso algunos de sus títulos llevan implícitos los cantos de los juegos infantiles que compartió con los niños del Sur. Tal es el caso de Luna lunera o ¡Cú-cú!, protagonizada por la "diestra y maligna" Matilde, pupila de la casa de La Cándida, que adoraba las yemas de la confitería de la calle Gondomar. También las hubo dulces, como Mariquilla barre,barre, la "huérfana recogida por la tía Borrachona en la cueva de los gitanos, que las chismosonas del pueblo pretendían humillar y en lugar de "irritarla, encontraron con que permanecía serena, firme, generosa, dueña de sí y de ellas también". Así, bebiendo de las fuentes populares, de la riqueza del Romancero andaluz, de los autores que ya eran clásicos y de sus contemporáneos, que acabarían siéndolo, modeló una voz narrativa personal y atrevida, en donde inteligencia, sabiduría o picaresca no eran un coto cercado por la alambrada espinosa de las clases sociales. Sus retratos de personajes femeninos aparecen despojados de la ñoñería y el remilgo de la literatura al uso. Son ellas las auténticas protagonistas de unas historias que parecen ideadas para resaltar fuerza, denunciar las injusticias vertidas sobre su condición; siempre cargadas del ingenio y la intuición con que las heroínas sabrán encontrar un desenlace no siempre feliz. También tuvo un espacio en su obra para los acontecimientos que le tocaron vivir, como el golpe de estado del general Pavía, acontecido cuando él nace (1874) y que terminaría con la I República, o su visión de la guerra del 36 que, a pesar de sorprenderle en Madrid, recreó en el ambiente rural con las mujeres del "pueblo soberano", porfiando "por embutir sus toscas manos" en los guantes requisados a las ricas; otras esperaban "frascos enteros de colonia" de manos de los rojos. Vencidos y desarmados estos, permaneció en Madrid y en la Literatura hasta 1940, en que aparece su último poemario, y ejerciendo el Periodismo también en radio.
En la nochevieja de 1953 el frío y la nieve cubrían incluso algunos pueblos mediterráneos, y la muerte caía sobre el escritor cordobés. Una enfermedad y una fractura de cadera cerraban el ciclo de casi 40 obras literarias, incontables traducciones, adaptaciones dramáticas y colaboraciones en prensa. Al ex cobernador civil y doblemente Académico lo enterraron en la Almudena. La modelo de Julio Romero volvió a vestirse de luto apenas recuperada de la muerte de su hijo Horacio.
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