¿La ira puede ser buena?
Tribuna de opinión
Se equivocan los que piensan que Jesús es blandengue, bonachón, capaz solo de aguantar
En una sociedad donde reina el sentimentalismo, lo dulzón, en la que uno de los principales valores es quedar bien, tener muchos like, no parece aconsejable airarse por nada. Si además partimos de que todo es relativo, no hay verdad y lo importante es obtener beneficios parece aconsejable la sonrisa tonta. Tener convicciones está mal visto, huele a intolerancia, a fundamentalismo.
Es cierto que debemos cuidar las formas, muchas veces he defendido la buena educación, la sonrisa, la paciencia y la misericordia. Pero la indignación es también muy humana. Sería triste mostrarse indiferentes o, incluso sonreír ante las injusticias: maltrato o abuso de menores, robo, discriminación… es natural que nos rebelemos ante el mal. San Pablo aconseja: “Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira”. Pero hay una ira o indignación buena: el enfado es natural y positivo siempre que sea moderado y proporcionado.
“Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas: –Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado–. Recordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume”. Sorprende ver al más dulce de los hombres airado: al que ante las acusaciones injustas calla; al que perdona y justifica a sus verdugos que le clavan en la cruz. Jesús cede en todo lo suyo, pero no puede ser indiferente ante el mal y la mentira. Tampoco soporta la hipocresía.
El Greco, en su cuadro de la Expulsión de los mercaderes del Templo, pinta al Señor con rostro sereno y lleno de mansedumbre, a los mercaderes paralizados, asombrados ante tanta majestad. No le importa el qué dirán, defiende con fortaleza la dignidad del Templo.
No es bueno tener una conciencia anestesiada, ciega o indiferente. El día que todo nos dé lo mismo, que nos sea indiferente que mientan los hijos o que se maltrate a los débiles, ese día habremos dado un paso atrás como personas. No es solo cuestión de religión, es humanidad. Ante el mal el cuerpo reacciona sintiéndose incómodo, se pone en estado de alerta, espontáneamente quiere evitarlo.
Se equivocan los que piensan que Jesús es blandengue, bonachón, capaz solamente de aguantar. Pero también los que ven en el gesto de la expulsión de los mercaderes una actitud violenta. El látigo que trenza no lo usa contra ninguna persona, es un vaticinio, una profecía del que usarán contra Él. Ni siquiera tiró las jaulas de las palomas, mandó que se retiraran de allí. Como dice Martín Descalzo: “Era su rostro, era su fuerza interior y no un modesto látigo de cuerdas lo que imponía”. No podemos justificar la violencia para defender el bien partiendo de este suceso de la vida de Cristo.
También los cristianos debemos oponer resistencia cuando se conculcan los derechos de Dios, de los hombres, de los débiles. Nos debe doler el ataque a la familia, a la dignidad de la persona humana, todo tipo de injusticia. De un modo muy especial los padres deben ser fuertes para velar por la educación de sus hijos, no pueden abdicar del derecho primario y natural que tienen sobre su buena educación, sobre su formación moral y religiosa. Y mucho menos podemos mirar hacia otro lado cuando se atenta contra la vida.
Estamos llamados a ser testigos, a ser protagonistas de una revolución pacífica –nunca violenta–, pero contundente a favor del bien y de la verdad. Siempre ha habido mártires, testigos de un mundo mejor. Dice el autor citado: “Hay, evidentemente, una –violencia del mártir– y es la única cristiana. El mártir grita con su sangre, protesta con su muerte, lucha con su dolor. El mártir usa la violencia de no doblegarse. Y, misteriosamente, es la única violencia que asusta a los violentos. Porque es una violencia que no tiene otra respuesta que la del torturador y la del asesino”.
Soy consciente de que son duras estas palabras. Pero no es menos duro contemplar a tantos infelices que, engañados, superficiales y anestesiados se cruzan a diario en nuestro camino. Un poco de sentimiento, de pasión no vendrían mal para despertar de nuestro dulce sueño. A mí me ayuda tener en la habitación una buena estampa del Santo Cristo de la Universidad con las marcas de los azotes y el Corazón traspasado, lo miro y despierto de la tentadora modorra.
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